miércoles, 18 de noviembre de 2009

Amor sobrehumano


Tener siempre en cuenta a los demás y procurar servirlos, sobre todo cuando ello implica cierto sacrificio, no es nada fácil. Lo más cómodo es ser perezosos, egoístas y egocéntricos. La mayoría lo somos por naturaleza. Nuestra primera reacción generalmente está centrada en nosotros mismos, en lo que deseamos y lo que nos hace felices. Pero si invocamos la ayuda de Jesús y hacemos un esfuerzo, podemos adquirir nuevos hábitos y reacciones automáticas que con el tiempo contribuirán a que seamos más amorosos, amables y abnegados. Jesús comprende que el amor que nos hace falta para vivir como Él nos ha pedido no nos surge espontáneamente. Sin embargo, eso no es pretexto. El simple razonamiento de que no podamos no quiere decir que Él no lo espere de nosotros. Si lo deseamos con afán y le pedimos ayuda, Él lo hará por nosotros y por intermedio de nosotros. Le place capacitarnos para entregar amor sacrificada y desinteresadamente. Nos comunicará todo el amor que necesitemos manifestar, pues es Su voluntad que lo hagamos. En el hombre rige el instinto de preservación, de satisfacción de sí mismo y de procurar su propio bien. El hombre tiene propensión natural a buscar su supervivencia y su propio bienestar antes que los de sus semejantes. En esto, quienes han aceptado el amor de Dios en Jesucristo llevan una gran ventaja, pues la Biblia nos promete: «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Corintios 5:17). Metafóricamente hablando, Él nos ayuda a romper esos circuitos naturales. Nos renueva las conexiones y reprograma nuestros pensamientos y nuestro corazón para que estemos inclinados a cumplir Su voluntad, la cual consiste en amar a los demás. ¡Qué maravilloso es esto! Jesús dijo a Sus primeros seguidores: «En esto conocerán todos que sois Mis discípulos [seguidores de Sus enseñanzas], si tuviereis amor los unos con los otros» (Juan 13:35). En aquella época, el amor que había entre los discípulos de Jesús y el que manifestaban a sus amigos e incluso a desconocidos fue un contundente ejemplo y llamó mucho la atención; y se propagó. ¡Cuánto más prodigioso es ese amor en la era actual, en que la gente vive tan enfrascada en sí misma, en sus propios deseos, necesidades y caprichos, y casi ni se le pasa por la cabeza sacrificarse para manifestar amor al prójimo! Hoy en día existe una necesidad todavía mayor de ver el amor en acción, pues la gente se ha vuelto insensible al cariño que el Señor le prodiga, y que se refleja en las bendiciones que le concede, aun cuando no se las merece (Mateo 5:45). La necesidad es mayor, pero también lo es el testimonio. Cuando uno ve el amor manifestado de alguna forma extraordinaria de la que se sabe incapaz, enseguida toma nota. No puede negar que semejante amor es algo del otro mundo, y se pregunta: «¿De dónde sacas un amor tan grande? ¿Qué podría hacer yo para ser así?» El mundo se muere por el amor que Jesús predicó, encarnó y ahora nos ofrece. Por eso nos invita a acometer la tarea de manifestar amor profundo, abnegado y sin parcialidad a los demás, aunque sabe que semejante amor está fuera de nuestro alcance. Nos resulta imposible brindar esa clase de amor por nuestra cuenta. Si pretendemos obtenerlo por nuestras propias fuerzas, acabamos decepcionados, abatidos y desgastados por el intento. En cambio, si clamamos a Jesús y le pedimos con sencillez el amor que nos hace falta y luego nos mostramos dispuestos, por fe, a traducir ese amor en hechos, Él nos lo prodiga con tal fuerza y abundancia que no nos cabe duda de que estamos en presencia de un milagro. Para convertirnos en las nuevas criaturas que Él quiere hacer de nosotros, basta con que tengamos una mente y un corazón dispuestos, un espíritu creyente, que oremos y que seamos consecuentes realizando pequeños actos de amor desinteresado. En la medida en que hagamos lo que está a nuestro alcance, nos iremos dando cuenta de que pensamos más en los demás, comprendemos con mayor presteza sus necesidades y nos preocupamos más por su bienestar. De hecho, poco a poco seremos más proclives a abandonar algunos de nuestros planes e ideas por el bien de otras personas, y lo haremos con alegría. Cuando nos entregamos a los demás, cuando hacemos un esfuerzo por ofrecer nuestra amistad a otro ser humano, cuando nos molestamos en conversar con alguien que se siente solo o en confortar a un enfermo, cuando ayudamos a alguien en sus conflictos o hacemos que se sienta necesario e importante, y cuando le indicamos a alguien la fuente —Jesús— de ese amor extraordinario que transmitimos, sentimos profunda satisfacción, pues todo eso trae consigo una recompensa espiritual. Al realizar esos pequeños actos de amor y abnegación, el Señor nos bendice muy íntimamente con una alegría que no puede conseguirse de ningún otro modo: la felicidad de saber que hemos sido una bendición para una persona necesitada. Al ser amorosos, generosos y abnegados, no solo permitimos que Dios se valga de nosotros para ayudar a los demás, sino que posibilitamos que nos conceda múltiples bendiciones, pues Él favorece a los desinteresados y altruistas. Dios bendice a quienes se entregan a los demás, y en cambio priva de algunas bendiciones a quienes siempre piensan primero en sí mismos e insisten en obrar a su antojo (Proverbios 11:24,25; 13:7). El amor humano tiene sus limitaciones. Para desarrollar todo nuestro potencial y lograr todo lo que somos capaces de hacer, debemos estar llenos del amor de Dios, el cual encontramos en Jesús. Él tiene más amor para darnos del que cabe imaginar siquiera y espera derramarlo sobre nosotros como un torrente. No nos pone otra condición que la de creer que semejante amor es posible, pedirlo, aceptarlo y acceder a ponerlo por obra. Dejemos, pues, que el amor de Jesús reluzca a través de nosotros. Amémonos más unos a otros. Hagamos con los demás lo mismo que nos gustaría que hicieran con nosotros. Manifestemos el amor del Señor demostrando mayor perdón y comprensión, mayor generosidad y apoyo, mejorando la comunicación con los demás y realizando actos cotidianos de amor y desvelo. Dediquemos tiempo y prestemos oído a quienes lo necesitan. Abramos nuestro corazón a los demás. Seamos prontos para perdonar y olvidar. Hagamos todo lo que esté a nuestro alcance por cuidar de nuestros hermanos. No reprimamos el sencillo afecto que es tan claro indicador del amor del Señor. Prestémonos a ser el puntal o el paño de lágrimas de alguna persona. No nos apresuremos a sacar conclusiones o a juzgar infundadamente. Concedamos más bien a los demás un margen de confianza. Procuremos de todo corazón dar buen ejemplo de amor incondicional. Sobrellevemos los unos las cargas de los otros y cumplamos así la suprema ley de Dios: el amor.
* * * ¿Te gustaría encarnar semejante amor para los demás? Está a tu alcance. Dios lo hizo posible al enviar a Jesús para que entregase su vida por ti. «De tal manera amó Dios al mundo [a ti y a mí], que ha dado a Su Hijo unigénito [Jesús], para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:16). Dios te perdonará todos tus pecados y te dará la vida eterna si aceptas a Jesús rezando sinceramente una plegaria como la que sigue: Jesús, quiero conocerte. Gracias por morir por mí. Te ruego que me perdones por todas las veces en que he obrado mal. Te abro la puerta de mi corazón y te pido que entres en mí y me des la vida eterna. Lléname de Tu amor para que pueda amar a los demás como Tú lo haces. Amén.

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