martes, 17 de noviembre de 2009

¿Amargura o ternura?


Ya desde muy joven me encantaban los bebitos. No veía la hora de ser padre. Con apenas 20 años ya me había casado, y mi esposa Anisa estaba embarazada. No cabíamos de contento y aguardábamos con ansias la llegada de nuestro primer hijo. (Una ecografía reveló que se trataba de un varón.) Por fin llegó el tan esperado día. Le veríamos la carita a nuestro hijo. Pero el Señor tenía otros planes. Surgieron complicaciones durante el parto, y Él se llevó consigo a nuestro retoñito antes que pudiera ver la luz. Sólo quien ha perdido una criatura puede imaginarse el doloroso golpe que supone y la angustia que sobreviene. Tantas cosas nos pasaban por la cabeza, tantos pesares, tantos interrogantes sin respuesta. ¿Qué habíamos hecho para merecer aquello? ¿En qué habíamos errado? ¿Por qué permitió Dios que el niño se nos fuera? ¿Acaso se trataba de un castigo? ¿Qué haríamos a partir de entonces? ¿Volveríamos a sonreír? Dios no dejaba de decirnos: «Confíen. Confíen en Mí, que hago todas las cosas con amor». ¿Pero cómo podíamos confiar cuando el mundo entero se nos había derrumbado y no hallábamos dónde hacer pie? Con el paso de las semanas y los meses tuve que tomar una decisión: o me aferraba al dolor, o renunciaba a mi hijo y a partir de ahí rehacía mi vida. ¿Permitiría que aquella experiencia desgarradora me endureciera y me amargara, o dejaría que me enterneciera y me ablandara? En gran parte gracias a mis amigos y mi familia, cuyas oraciones y palabras alentadoras me infundieron fuerzas para hacer frente a cada prueba, opté por confiar en Dios y devolverle mi amado hijo. Aunque no dejaba de ser difícil para mí entender por qué había dejado Dios que ocurriera algo tan trágico, me decidí a aceptar por fe que lo había hecho por amor y con algún buen motivo, y que algún día lo entendería. Pasó el tiempo. Anisa y yo recobramos la paz y pudimos volver a sonreír. Empezábamos a ver el arco iris después de la tempestad. En mis tiempos de gran angustia y desazón, me venía una y otra vez a la memoria el mismo versículo de la Biblia: «[Dios] nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios» (2 Corintios 1:4). Ahora veo lo que no lograba ver en aquel momento: Dios me rompió y luego me recompuso el corazón para que pudiera entender mejor las tribulaciones de otras personas. En los dos años y medio desde que mi hijo volvió al Cielo, he aprendido cosas valiosísimas. Dios se sirvió de ello para enternecerme el corazón. Me dio el don de levantar el ánimo y consolar a los demás. Al cabo de poco tiempo puso en mi camino personas que habían perdido recientemente a seres queridos. Tal como dice la Escritura, conduciéndolas a Él pude consolarlas con la misma consolación con que Dios me había consolado. Puedo afirmar con toda veracidad que aunque fue una experiencia dolorosa, sirvió para fortalecerme y hacer de mí un instrumento más útil en manos de Dios, alguien capaz de ser una bendición para muchos otros que aún no lo conocen y que no tienen una fe en qué apoyarse en tiempos de gran dificultad. Actualmente estoy feliz sirviendo al Señor y a mi prójimo en Jon Kaen, provincia del noreste de Tailandia, junto con Anisa y nuestra pequeña de un año. (Así es. El Señor al poco tiempo nos bendijo con una niñita.) Puedo decir con sinceridad y de todo corazón que valieron la pena todas las lágrimas y el dolor, pues por medio de ellos aprendí a confiar en el amor de Dios. A cualquiera que haya perdido un ser querido o esté atravesando graves dificultades, le diría lo siguiente: Por difícil que sea la prueba o por oscura que se vea la noche, por lo que más quieras, aguanta. Pronto verás la luz al final del túnel. Acude a Dios y a Su Palabra en busca de consuelo y fuerzas. Él te ama y quiere volver a verte feliz. Simplemente está haciendo de ti una mejor persona. (David Phillips es misionero de La Familia en Tailandia.)

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