martes, 17 de noviembre de 2009

¿Por qué temer el futuro?


He hablado con muchas personas que tienen miedo del futuro, sobre todo de los acontecimientos relacionados con el Fin de los Tiempos, tal como se describen en el último libro de la Biblia, el Apocalipsis. Varias me han dicho que les da miedo leer siquiera esos pasajes de la Biblia, que prefieren no pensar mucho en eso. Adoptan la actitud del niño que cuando tiene miedo cierra los ojos con la esperanza de que el peligro pase de largo. Confieso que yo también abrigaba miedo de los acontecimientos venideros. Aunque toda mi vida se me inculcó que el poder de Dios es grande y que está dentro de Su plan proteger a los Suyos en los tenebrosos días que se avecinan, a veces —azuzados por las preocupaciones— los pensamientos se nos desbocan y olvidamos rápidamente esos preceptos tranquilizadores. Pero me sucedió algo que alteró todo eso. Hace dos años descubrí que estaba embarazada. Ese mismo mes Dios nos pidió a mi esposo y a mí que nos fuéramos de misioneros al África. Dicho llamado me tomó aun más por sorpresa, pues había vivido la mayor parte de mi vida en Japón y estaba muy comprometida con un programa de asesoramiento para estudiantes universitarios y otras obras de carácter humanitario. Era feliz, me sentía realizada y me parecía haber encontrado la misión que Dios tenía para mí. Pero entonces me dijo que quería enseñarme otras cosas y que lo que necesitaba era precisamente un cambio de aires. Tras sobreponerme al shock inicial, fui haciéndome a la idea y me entusiasmé con la perspectiva de ir a un país completamente desconocido. A los pocos meses estábamos ya en camino. Hicimos escala en Europa para visitar a la familia de mi marido. Estando allí nos comunicamos con unos misioneros de La Familia que ya se hallaban en África y con quienes teníamos pensado trabajar. Nos recomendaron que lleváramos todo lo que necesitaríamos para el bebé, pues tales artículos son difíciles de conseguir, de mala calidad o disparatadamente costosos en esta región del continente africano. No es que en Europa fueran baratos. Para colmo, estábamos en pleno invierno, y el bebé nacería en el tropicalísimo clima de África Oriental. En aquel momento ningún almacén vendía ropa veraniega para bebés. Empecé a sentir el rigor de la situación en la que me estaba metiendo. ¿No sería un desatino y una irresponsabilidad de mi parte irme al África estando a punto de dar a luz? ¿Cómo iba a conseguir todo lo que necesitaba en tan poco tiempo y con tan poco dinero? ¿Por qué tenía que ir yo? Rompí a llorar. Había tocado fondo, lo que a veces no es tan terrible que digamos, pues a partir de ese momento no queda otra que mirar hacia arriba. Leí pasajes de la Biblia sobre conservar el ánimo y sobre los cuidados que Dios nos prodiga. Me fui dando cuenta de que aunque amaba entrañablemente a mi futura hija y quería lo mejor para ella, Dios se desvelaba por nosotras aún más. Era más que capaz de proveer para todo lo que necesitáramos. No tuve más que reposar en Sus brazos y escuchar Su voz, que me decía: «Venid a Mí todos los que estáis trabajados y cargados, y Yo os haré descansar. Llevad Mi yugo sobre vosotros, y aprended de Mí [...], y hallaréis descanso para vuestras almas; porque Mi yugo es fácil, y ligera Mi carga» (Mateo 11:28-30). «Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?» (Mateo 6:26). Si bien esas palabras me tranquilizaron, todavía no sabía cómo iba a darme Él todo lo que necesitaba en tan poco tiempo. Decidimos echar un vistazo en las ferias, donde a veces se encuentran artículos usados de buena calidad para bebés. Uno de los avisos parecía perfecto: «Muebles y ropa de niños». Fuimos con unos amigos, y al llegar descubrimos que lo único que había en la feria era antigüedades y pinturas viejas. Uno de los puestos tenía dos camisetas de bebé. No era precisamente lo que buscábamos. Me quedé completamente descorazonada. En eso se acercaron corriendo nuestros amigos. Estaban casi sin aliento, entusiasmados con algo que habían encontrado. «Estupendo —pensé—. Dos camisetas más. Problema resuelto». Entonces recordé que Dios es mi Padre y que no me defraudaría. El descubrimiento resultó ser un puesto de ventas que a mí inexplicablemente se me había pasado. El hombre vendía un ajuar completo de recién nacido hasta un año. Estaba todo en casi perfecto estado, y la mayor parte era de verano. Tenía además algunos juguetes y otros artículos de bebé que nos harían falta. Cuando le dijimos que nos íbamos de misioneros al África, prácticamente nos lo regaló todo. Más tarde, mi cuñada, que trabaja en una compañía farmacéutica, nos dio todo lo demás que íbamos a necesitar: vitaminas, cremas, polvos, todo. Para cuando vinimos al África, no nos faltaba nada. ¿Qué tiene que ver eso con el miedo que nos suscita el Tiempo del Fin? Actualmente, cuando me veo enfrentada a esos temores, sobre todo en relación a mi hija, me viene a la memoria aquella experiencia. Si a ti también te inquietan esa clase de temores, piensa en cuánto amas a tus hijos y en lo que harías por protegerlos y proporcionarles lo que necesitan. Luego multiplícalo por un millón. Dios es el mejor Padre que podríamos tener. Nosotros somos simples humanos. En vista de eso, es inevitable que a veces defraudemos a nuestros hijos o que no seamos padres perfectos. Sin embargo, Dios nunca falla. ¡Estamos a salvo en Sus brazos para siempre!

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