domingo, 15 de noviembre de 2009

¡Afronta tus temores!


qué hacer cuando nos asalta el miedo
Uno no se da cuenta de que el miedo es algo mayormente inconsciente hasta que trata de expresarlo verbalmente y analizarlo. Sin embargo, muchas veces tenemos miedo de hablar de nuestros temores o siquiera admitir interiormente que los tenemos, porque ello pondría de manifiesto lo más íntimo de nuestra personalidad. Para mí el miedo al fracaso es probablemente uno de los mayores temores que se puedan abrigar. El temor a fracasar en la vida, en el amor, en el trabajo y —para un cristiano— defraudar al Señor. Creo que para un cristiano, uno de los peores es el temor de fallarle a Dios. Y creo que el único que lo supera es el temor de fallar a los demás, porque sabemos que Dios nos perdona, pero que a los demás les cuesta tolerar nuestras culpas. El temor a perjudicarlos con nuestro fracaso, a decepcionarlos y defraudarlos, a hacer tambalear su fe, a desilusionarlos o a desalentarlos, el temor a que nuestro fracaso haga fracasar a los demás. Ese es el más difícil de soportar. En todo caso, sean cuales sean nuestros temores, vale la pena hacerles frente y trazar una línea de distinción entre la verdad y lo imaginario, entre una amenaza real y nuestra paranoia. Esto se ve claramente ilustrado en un incidente que protagonicé cuando de muchacho repartía periódicos y folletos a domicilio. Había por esos vecindarios unos perrazos que siempre me andaban persiguiendo y mordiendo los talones. A veces me llegaban a morder, pero en la mayoría de los casos eran perros ladradores y poco mordedores. No tardé en descubrir que, si huía de ellos, ahí sí que se echaban a correr detrás de mí. Es decir que era más probable que me mordieran si les volvía la espalda que si les hacía frente. En cierta ocasión —tendría yo entonces unos 12 años—, me vi obligado a entrar en un jardín cuando de repente, procedente de la parte trasera, apareció un gigantesco perro danés. Venía corriendo hacia mí a toda velocidad, ladrando y gruñendo con furia, dando imponentes saltos. Pensé que me había llegado la hora. Pero sabía que no le podía volver la espalda: entonces sí que me mordería. Por otro lado, el animal era demasiado grande para mí y encima, yo había incursionado en su territorio. Gracias a Dios que me acordé de clamar al Señor. Señalé al perro con el dedo y grité: «¡Te reprendo en el nombre de Jesús!» Pues vaya frenazo el que dio. Se detuvo en seco, con aspecto de desconcierto total. Se dio media vuelta y se alejó a toda marcha. De eso saqué una enseñanza: no sólo vale la pena hacer frente a los temores, reconocerlos e incluso confesarlos, sino también adoptar una actitud decisiva contra ellos, sobre todo en el poder y Espíritu del Señor, invocando las promesas de Su Palabra. De nada me habría servido simplemente adoptar una actitud mental positiva y decir: «¡Perrazo, tú no existes, así que no te voy a hacer caso!» El can habría acabado conmigo para demostrarme que sí existía. Hay que distinguir entre la realidad y la ficción, entre la verdad y la mentira. Porque si algo es real, de nada servirá cerrar los ojos esperando que al volver a abrirlos se haya esfumado, como si nunca hubiera existido, como si fuera pura imaginación. Aquel perrazo era de verdad y venía derecho hacia mí. Nada habría sacado con cerrar los ojos deseando que se fuera o convencerme de que aquello era un espejismo. El animal estaba ahí mismo. Era tan palpable como tú o como yo, y se me iba a echar encima. En ese caso lo mejor que podía hacer era enfrentarlo y actuar de algún modo para eliminar el peligro. Lo hice tomando la iniciativa y atacando yo mismo con el poder del Espíritu. Inicialmente, era el gran danés el que estaba a la ofensiva, y yo a la defensiva; pero el Señor me ayudó a invertir la situación. De pronto, él se puso a la defensiva, dio media vuelta y salió despavorido. Como sabe todo estratega militar, es imposible ganar una guerra defensiva. Toda guerra defensiva está condenada al fracaso. Si se quiere triunfar en una guerra hay que atacar, hay que pasar a la ofensiva. De modo que vale la pena admitir los temores, reconocer que existen, distinguir entre lo real y lo irreal, entre la verdad y la mentira, y emprender un ataque para disipar la nebulosa ficción, las quimeras, y ahuyentar las auténticas y verdaderas amenazas. La fe es exactamente lo contrario del temor. Así como «el temor del Señor es el principio de la sabiduría» (Proverbios 9:10), el miedo a Satanás es el principio de la muerte. La palabra hebrea que tradujeron por temor en ese versículo es yirah, que significa reverencia. Se trata, pues, de un temor reverencial: es mostrar a Dios el debido respeto. Es una forma de rendirle culto. Por lo tanto, temer a Satanás y sus maquinaciones es rendirle justamente el culto que quiere. La Palabra de Dios dice acerca de otra gama de temores que «el temor lleva en sí castigo» (1 Juan 4:18). El miedo al Diablo abate y desgasta. Es pernicioso, y si le damos cabida, termina siendo desastroso para nuestro espíritu. De modo que debemos reprender ese tipo de temor tal como hizo Jesús cuando el Diablo pretendió que lo adorase en el monte de las tentaciones. Jesús lo puso en su lugar: «Vete de Mí, Satanás, porque escrito está: “Al Señor Tu Dios adorarás, y a Él solo servirás”» (Lucas 4:8). El Señor promete completa paz a aquellos cuyo pensamiento persevera en Él, a quienes confían en Él (Isaías 26:3). Total que si te asedia un espíritu de temor, pon tu confianza en el Señor. Simplemente dile a Satanás: «¡Vete, maldito Diablo! ¡Fuera de aquí! Pongo mi confianza en Dios, en Jesús». La Biblia dice que si nos sometemos a Dios y resistimos al Diablo, éste huirá de nosotros (Santiago 4:7).
(Lo anterior es un extracto de un artículo de David Brandt Berg que lleva el mismo título. Si deseas la versión completa, junto con otros artículos del mismo autor, te recomendamos el librito Mayores victorias, que puedes pedir a una de las direcciones de la página 2).

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