domingo, 15 de noviembre de 2009

Una mermelada memorable


Me costaba mucho disfrutar realmente de mis hijos. Bregaba y bregaba con ello más de lo que estaba dispuesta a admitirlo. No podía negar que muchos incidentes inesperados desembocaban en gratos momentos que luego yo evocaba con cariño. En muchos otros casos, sin embargo, les aguaba la fiesta a los niños antes que la experiencia llegara a dejarles un lindo recuerdo. Hasta que un día eso cambió. Era un lunes por la mañana. Apenas había partido mi esposo a trabajar y me había quedado sola con los dos niños, me puse a contar las horas que faltaban para que volviera a casa. Para entonces prácticamente sería hora de que los niños se acostaran y todo se volvería más fácil con la ayuda de mi marido. La mañana transcurrió despacio. Por fin llegó la tarde. Aspiraba a dedicarle algo de tiempo a mi trabajo mientras los niños dormían la siesta; pero ese hilillo de esperanza se desvaneció. La más pequeña, Ella, se quedó despierta y quería a toda costa que le dedicara atención y jugara con ella. Cuando finalmente cedió al sueño, yo me desplomé en una silla. Pero no habían pasado más de unos minutos cuando mi hijo de dos años y medio se bajó de la cama y se me sentó en la falda. —¡Ya me desperté, mami! —me anunció como si fuera todo un logro. —Ya veo —le dije, esforzándome por conservar el optimismo, aunque por dentro no podía espantar el pensamiento de que la tarde se me había ido y no había logrado hacer nada. Miré el reloj. —Faltan dos horas para que llegue papá —dije en voz alta—. Vamos a tomarnos una colación. Evan se puso de pie sobre una silla de la cocina y se apoyó sobre la encimera mientras me ayudaba a servir un vaso de leche. Yo habría preferido prescindir de su ayuda, pero recordé algo que me había dicho hacía poco mi madre: —A esta edad quiere hacerlo todo solo. —Pero es exasperante para mí —me quejé—. Hasta las cosas más sencillas se vuelven muy complicadas y toman mucho más tiempo. —Es lo mejor —me dijo mamá—. Considera que es parte de su formación. Todas esas tareas que para nosotros son mecánicas —por ejemplo, cepillarse los dientes, lavarse las manos, vestirse, servirse un refrigerio— son totalmente novedosas para los chiquitines. Constituyen algo nuevo que aprender y experimentar. Esas cositas les enseñan independencia y cierta autosuficiencia; forjan su carácter y su estilo. Recuerda que tú eres la maestra, y tus hijos son alumnos ávidos de aprender en la escuela de la vida. Así que dejé que Evan me ayudara a servir la leche. —Ya está —le dije cuando terminamos. —¿Me das un trozo de pan con mermelada, por favor? Él sabía que si me lo pedía con buenos modos y alegría, yo no se lo negaría. Me dirigí a la nevera, pero él llegó primero y comenzó a sacar la mermelada del estante. «¡Ojalá ese frasco no se le caiga de las manos y se le rompa!», pensé, en el preciso instante en que el chico lo dejaba caer. La mermelada no se esparció mucho, pero el vidrio roto fue otra historia. Se desperdigó en mil pedazos por todo el suelo de la cocina. Me tapé la boca con las manos para que encima no se derramaran mi cansancio y exasperación. —Nunca vuelvas a hacer eso —aventuró Evan con tono de arrepentimiento y algo de preocupación. Me obligué a hacer una breve oración. «Jesús, ¡ayúdame! No quiero perder la paciencia. Sé que no fue culpa suya». De golpe recordé las palabras de mi mamá: «Algo nuevo que aprender y experimentar». Levanté a Evan para que no se cortara. —Primero, mejor que vayamos a ponerte unos zapatos. Después te voy a enseñar a limpiar un frasco de mermelada roto. Unos momentos después, mientras barría los restos y Evan aguardaba con el recogedor, le expliqué a mi pequeño alumno la dinámica del vidrio: lo fácil que se rompe y la mejor manera de recogerlo cuando eso ocurre. Los consejos de mamá fueron muy acertados. Al sacar de ese pequeño infortunio una experiencia didáctica para mi hijo, no perdí los estribos y conservé la calma. En lugar de regañarlo y prometerme a mí misma que nunca volvería a cometer el error de dejarlo sacar algo de la nevera por su cuenta, le enseñé a afrontar positivamente un accidente. Sacamos otro frasco de mermelada del armario y juntos untamos la mantequilla y la mermelada en el pan, preparamos café para mamá y lo servimos todo ordenadamente en la mesa para disfrutarlo juntos. En ese momento me di cuenta de que esta vez sí estaba disfrutando de la ocasión. —¡Eres un cocinero estupendo, Evan! Sus ojitos brillaban. —Mamá está orgullosa de ti. —Evan está muy orgulloso de ti —me respondió sin vacilar. Sonreí. La verdad es que yo también estaba orgullosa de mí misma. —Creo que voy a comprar otro frasco de mermelada y lo voy a dejar permanentemente sobre la mesada de la cocina —le dije—. Nunca quiero olvidarme de este momento que estoy disfrutando contigo.

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