sábado, 24 de octubre de 2009

Vivió y murió por amor


Jesús no es un hombre cualquiera. Tampoco es un simple maestro, rabino, gurú o profeta. Se le podrían aplicar todos esos calificativos, pero Él es mucho más. A diferencia de los grandes maestros religiosos que le antecedieron o le sucedieron, Jesús no solo vertió enseñanzas en torno a Dios y el amor, sino que era amor y encarnó al Hijo de Dios, por lo cual sabía perfectamente de qué hablaba.
La Biblia nos dice que Dios es al mismo tiempo espíritu y amor (Juan 4:24; 1 Juan 4:8).1 Es por tanto el omnipotente Espíritu de Amor que creó todas las cosas, la energía del universo. Tan grande, tan elevado y tan poderoso que está fuera del alcance de nuestro limitado entendimiento humano.
Dios es omnipotente, omnisciente y omnipresente. Cuesta concebirlo racionalmente. Pero como nos ama muchísimo, quiso darnos la oportunidad de conocerlo y amarlo. De modo que para enseñarnos Su amor y ayudarnos a comprender la esencia de lo que Él es, dispuso que Su propio Hijo, Jesucristo, tomara forma corporal y lo envió a la Tierra. Jesús puso a Dios a la altura de nuestra reducida percepción humana.
Imagínate, Dios envió a la Tierra a Su propio Hijo -el mismísimo Señor de los Cielos y Amo del universo- para que se hiciera como uno de nosotros. Fue concebido de modo milagroso en el vientre de una humilde virgen llamada María. Tomó así la misma forma carnal que nosotros. Por eso fue a la vez Hijo de Dios e Hijo del hombre.
Hizo el bien a todos

Jesús no solo asumió nuestra condición humana; también adoptó nuestros usos, costumbres, idioma, indumentaria y modo de vida, para poder comprendernos mejor y comunicarse con nosotros en el plano de nuestro entendimiento humano. Se hizo ciudadano de este mundo, parte de la humanidad, un ser de carne, para poder venir a nuestro encuentro con Su amor, demostrarnos Su compasión e interés y ayudarnos a comprender Su mensaje en términos sencillos e infantiles.
Bajó a la Tierra para vivir y trabajar como nosotros. Tuvo que dormir y comer como nosotros y hacer todo lo que hacemos la raza humana. Hubo momentos en que se sintió fatigado, con los pies adoloridos, momentos en que tuvo hambre y sed, en que lo invadieron la tristeza y el desánimo. Se convirtió en uno denosotros. Efectivamente dice la Biblia que «fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Hebreos 4:15).
Se dedicó a ir por todas partes haciendo el bien, dando de comer a los hambrientos, sanando a los enfermos y alegrando y reconfortando a los tristes y angustiados. Amaba a todos, aun a los más pobres y a los mal vistos por los demás.
Jamás levantó ningún templo; no formó ninguna confesión ni congregación religiosa. Simplemente salía al encuentro de la gente en la calle, en la playa, en la plaza del mercado -donde fuera posible-, y comunicaba Su mensaje de amor a todo el que lo quisiera escuchar. Entabló amistad hasta con los elementos más despreciados por la sociedad: recaudadores de impuestos, borrachos, prostitutas y pecadores de toda índole.
Tan simple era Su religión basada en el amor que aseguró que había que ser como un niño para aceptarla (Mateo 18:3). Jamás prescribió ni enseñó complicados ceremoniales o normas de difícil cumplimiento. No hizo otra cosa que predicar y demostrar amor (Mateo 22:36-40).

No estaba obligado a morir

Era, pues, de esperar que no a todos les gustase lo que hacía y decía. En realidad, los poderosos dirigentes religiosos de Su época se enardecieron con Él, toda vez que con Sus enseñanzas socavaba la autoridad de ellos y liberaba al pueblo de las tradiciones y del dominio tiránico que ejercían. Cuanta mayor aceptación obtenía Jesús entre el pueblo, más envidiosos y temerosos se ponían aquellos hipócritas y santurrones dirigentes de la religión oficial de la época. Aquellos enemigos farisaicos presionaron por fin a las autoridades para que lo detuvieran, lo condenaran y lo crucificaran cruelmente.
Jesús no estaba obligado a morir en la cruz. Dijo: «Toda potestad me es dada en el Cielo y en la Tierra» (Mateo 28:18). Era el Hijo de Dios, y como tal tenía a Su disposición todos los poderes del universo. Ante los soldados que lo apresaron, afirmó: «No tendrían ustedes ninguna autoridad sobre Mí si no les hubiera sido dada por Mi Padre. ¡Un solo gesto de Mi parte bastaría para que acudieran miles de ángeles a librarme de las manos de ustedes!» (Juan 19:11; Mateo 26:53.) De haber querido, en ese mismo instante podría haber convocado a todas las fuerzas de los Cielos para que aniquilaran a Sus enemigos, conquistaran Roma, se apoderaran del mundo y forzaran a todos los hombres a postrarse delante de Él. Sin embargo, optó por ofrendar Su vida por todos nosotros.

¿Por qué murió entonces?

¿Qué razón pudo tener el Rey de reyes, el Señor del universo, Dios encarnado, para dejarse atrapar y permitir que lo acusaran falsamente, que lo juzgaran, lo condenaran, lo azotaran, lo desnudaran y lo clavaran a una cruz como a un delincuente común? La respuesta es clara: ¡el amor que sentía por ti y por mí!
Todos sin excepción hemos actuado mal alguna vez y hemos sido desconsiderados y ásperos en el trato con nuestros semejantes. La Biblia enseña que «todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23). La consecuencia más negativa de nuestros pecados es que nos separan y nos mantienen alejados de Dios, el cual es absolutamente inmaculado y perfecto. De ahí que para acercarnos a Él, Dios sacrificara a Jesús, Su propio Hijo, quien se ofreció a cargar con nuestros pecados. Jesús asumió entonces el castigo que merecíamos y sufrió la espantosa agonía de la crucifixión. Padeció la muerte de un impío para que por medio de Su sacrificio halláramos perdón y remisión de nuestros pecados.

¡Triunfo sobre la muerte!

Tres días después que sepultaran Su cuerpo sin vida, sucedió algo que dejó pasmados a Sus enemigos y demostró a todos Sus seguidores que Él era indiscutiblemente el Hijo de Dios: ¡resucitó, triunfando para siempre sobre la muerte y el infierno!
Después de Su resurrección, se apareció a centenares de seguidores Suyos, para animarlos, fortalecerlos y consolarlos. Les dijo que se aprestaba a reunirse una vez más con Su Padre celestial, pero que siempre los acompañaría en espíritu, que viviría en sus corazones eternamente. Hizo también a Sus seguidores una promesa maravillosa: les aseguró que un día regresaría (V. Juan 14:3), pero no cual indefensa criatura acostadita en un pesebre, sino como el poderoso caudillo y rey que es. Dijo: «El Hijo del hombre vendrá en las nubes, con poder y gran gloria» (V. Lucas 21:27).

¡Conócelo!

¿Te gustaría llegar a saber sin asomo de duda que este hombre que vivió y murió por amor, Jesucristo, es el Hijo de Dios, el camino que conduce a la salvación y a la vida eterna? Lo único que tienes que hacer es creer que Jesús murió por ti, y aceptarlo a Él y el don que te ofrece: el perdón de tus pecados. Así serás redimido y entablarás comunión con Dios, nuestro Padre celestial. Además, cuando mueras, vivirás con Él eternamente en el Cielo. Para que Él viva en tu interior y obtener Su salvación basta con que reces sinceramente una oración como la que sigue:

Jesús, tengo fe en que eres el Hijo de Dios y en que moriste por mí y resucitaste. Me hace falta Tu amor para borrar mis errores y mis malas acciones. Necesito Tu luz que ahuyente toda oscuridad de mi vida. Preciso Tu paz que me llene el corazón y me dé plena satisfacción. Jesús, te abro en este momento la puerta de mi corazón y te ruego que entres en mí y me obsequies Tu don, la vida eterna. Gracias por haber sufrido a causa de todas mis malas acciones y por escuchar mi oración y concederme el perdón. Amén.

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