sábado, 24 de octubre de 2009

Empecé a ver que mis posesiones me poseían...


Tuve una infancia muy placentera. Mi padre era abogado de una importan-te empresa. Desde mi niñez tuve acceso a muchas comodidades y oportunidades. Al pasar a la secundaria, mis padres me matricularon en uno de los internados más exclusivos de Canadá. En vista del vivo interés que mostraba por las artes, me enviaron a un colegio secundario que se especializaba en artes y estudios académicos.
Luego de graduarme con honores, cursé estudios en el Ontario College of Art, la facultad de bellas artes más prestigiosa de Canadá. Mi trabajo artístico y logros académicos me valieron una beca. Al ingresar a la universidad me pusieron en el tercer año de un curso de arte de cuatro. En toda la historia de la facultad era el segundo estudiante en recibir dicha asignación. Al cabo del cuarto año me otorgaron otra beca y una importante suma de dinero para viajar a cualquier parte del mundo que quisiera.
A mi retorno de un extenso viaje por Europa, me ofrecieron un puesto en la Canadian Broadcasting Corporation (CBC), entidad patrocinada por el Estado. Durante cuatro años fui diseñador gráfico para la CBC. También hice trabajos independientes de ilustración para una agencia de primer nivel de Nueva York y varios periódicos, revistas y editoriales, así como también gráficos y animaciones para televisión. Durante aquella época noté que se estaba produciendo un cambio en mi vida.
Había trepado la escalera del éxito en mi campo, pero desde aquellas alturas empecé a tener otra perspectiva de la vida. Tomé conciencia de que «la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee» (Lucas 12:15). Mi dinero, autos deportivos y viajes a Europa no me bastaban. Faltaba algo importante; mi corazón albergaba insatisfacción. Empecé a ver que mis posesiones me poseían. Me decidí a encontrar el verdadero sentido de la vida y estaba dispuesto a pagar el precio que fuera para hallarlo. Sabía que lo realmente importante es contar con amor, alegría y felicidad en el corazón, pero no tenía la menor idea de dónde obtenerlos.
Una fría noche de invierno en una calle del centro de Toronto, conocí a un extraño que en menos de una hora me explicó ciertos pasajes de la Biblia, los cuales transformaron mi vida. Aquella noche pedí a Jesús que entrara en mi corazón, lo cual me proporcionó la mayor de las riquezas, lo más valioso que existe: Jesús y la Palabra de Dios. Mi tesoro, la Palabra de Dios en mi corazón, tiene más valor que cualquier bien material, y nadie podrá arrebatármelo jamás.

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