sábado, 31 de octubre de 2009

Un mundo chico, un Dios grande


Al pasar por la calle al lado de un señor de avanzada edad, sentí el impulso de entablar conversación con él. —Hola, me llamo Michael —le dije, estableciendo contacto visual con él. —¿Qué tal, Michael? Yo me llamo Joe. Gusto en conocerlo —contestó con fuerte acento italiano. Luego de hablar de temas triviales, le expliqué que yo era misionero y que las calles de nuestra ciudad eran mi lugar de trabajo. —Es increíble la cantidad de gente que necesita ayuda para resolver sus problemas —le comenté. Asintió con la cabeza. Me contó que algo lo tenía muy preocupado. Fruto de años de tabaquismo, se había enfermado del corazón, por lo que tuvo que operarse. Los médicos le habían dado cinco años de vida. De eso hacía 17 años. —Desde esta mañana el corazón me ha estado molestando otra vez —prosiguió Joe—. Creo que me ha llegado la hora. Compartí con él unas palabras de aliento de la Biblia, por lo cual me agradeció efusivamente. Entonces me preguntó cómo había acabado yo en una silla de ruedas. —Me rompí el cuello al zambullirme en un río —le indiqué—, en 1985, el día del aniversario de la independencia de Australia. Joe se quedó mirándome pasmado. —¿A qué hospital lo llevaron? —inquirió. Me reveló entonces que recordaba perfectamente haber estado sentado ese día fuera de la sala de urgencias en ese mismísimo hospital. De repente vio que un joven era llevado rápidamente en camilla. Se informó con el personal del hospital y el breve recuento que le hicieron del accidente coincidía con el mío. Sintió una pena enorme por el muchacho que iba en la camilla. La duda lo asaltó en ese momento: «¿Cómo es posible que algo tan horrible le haya sucedido a un muchacho tan joven, con toda la vida por delante?» Lo que quería decir en realidad era: «¿Cómo pudo permitir Dios una cosa tan atroz?» —En ese entonces yo también concluí que eso era lo peor que podía haberme sucedido. La demás gente me daba la razón —le manifesté—. Pero fue mucho lo bueno que saqué de todo aquello. Lo mejor es que esa experiencia marcó para mí el principio de una profunda y vívida relación con Jesús. Dios, en todo lo que hace, obra con amor. Joe me confesó que él no era una persona religiosa ni nada, pero que sí creía en Jesús. Le pregunté entonces si quería recibirlo en su corazón. Me contestó que sí , tras lo cual oró sinceramente conmigo para aceptar el don de la vida eterna. Sigo cosechando los buenos frutos de mi accidente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario