viernes, 30 de octubre de 2009

Samuel: ¡el niño que vino del Cielo!

Habían pasado unos 300 años desde que los hijos de Israel hubieran conquistado la Tierra Prometida, y el Tabernáculo, construido por Moisés en el desierto, estaba situado en la ciudad de Silo, a unos cuarenta kilómetros de Jerusalén. Seguía siendo el centro de adoración de la nación judía, y anualmente acudían a él todos los fieles, trayendo sus bueyes, cabras y corderos para sacrificarlos en el altar del Señor, erigido allí. Había cierto hombre llamado Elcana, que vivía en la pequeña ciudad de Ramá, situada en los montes cercanos, el cual tenía dos esposas. Una se llamaba Ana, y la otra Penina. Penina tenía varios hijos e hijas, pero Ana no tenía ninguno. Todos los años, él y su familia viajaban desde Ramá a Silo, para adorar y ofrecer sacrificios al Señor. Después de haber sacrificado un buey joven, Elcana lo había dejado sobre el fuego del altar para que se quemara toda la grasa, tal como acostumbraban hacer los judíos. Luego tomó la carne y la hirvió en las ollas del Tabernáculo. La mayor parte de la carne se ofrecía luego a los pobres, si bien los mejores trozos se reservaban siempre para los sacerdotes del Señor. La familia que ofrecía el sacrificio tenía derecho, además, a retener toda la carne que necesitara para su alimentación de ese día. Las mujeres de Elcana y sus hijos se habían sentado cerca del Templo y se disponían a comer, cuando apareció Elcana trayendo la carne en una olla de cobre, grande y humeante. Comer la carne dedicada al Señor era un acontecimiento muy especial, pues en cierto modo simbolizaba la participación en las abundantes bendiciones del Señor. Como hacía todos los años, Elcana dio una porción de carne a su esposa Penina, y una porción a cada uno de sus hijos e hijas. Los niños son la mayor de las bendiciones del Señor, de modo que aquél era siempre el momento de gloria para Penina. Ana no le había dado hijos a Elcana, a pesar de lo cual él estaba muy enamorado de ella. Por lo tanto, en lugar de darle una sola porción de carne, le daba siempre dos. Penina se echó hacia atrás y observó a Ana con una expresión desdeñosa. Elcana se incorporó para llevar la olla de regreso al Tabernáculo, y cuando se había alejado un trecho, empezaron los comentarios hirientes de Penina. «¡Ana, qué lástima que el Señor no te haya dado hijos!», dijo con sorna. «¡Tal vez sea porque no sirves para madre! ¡Por el contrario, mira cómo me ha bendecido a mí! A ver, ¿cuántos hijos tengo ya? Uno, dos, tres, cuatro, cinco....» Ana bajó la mirada, con gesto triste, y dijo: «Pero Elcana me quiere tanto como a ti». Penina replicó con voz maligna: «¿Eso crees? ¿A pesar de que no le has dado hijos? Qué tristeza, pobre Ana; nunca vas a conocer la maravillosa experiencia de tener hijos y de ser madre. ¡De tener unos niños que te adoren, respeten y quieran! Querida Ana, tú eres como un árbol seco que no da fruto, eres... ¡estéril!» Ana llevaba un rato sentada inmóvil, con las lágrimas a punto de brotar, pero al oír la última frase lanzó un gemido, se puso de pie y salió corriendo. Elcana regresaba de la Tienda del Tabernáculo hacia el lugar donde su familia comía aquella comida especial, sentada en la hierba, y al ver que Ana corría, salió tras ella. Cuando logró darle alcance, la tomó de un brazo y le preguntó: «Ana, ¿por qué lloras, por qué no comes?» Entre sollozos, Ana respondió: «¡Todos los años pasa lo mismo! «¡Penina no deja de provocarme y de echarme en cara que el Señor me ha dejado estéril al no darme hijos!» Elcana rodeó a Ana tiernamente entre sus brazos y exclamó: «¡Pero Ana, yo te amo, ¡y sé que tú me quieres a mí! ¿No es suficiente acaso? ¿No valgo para ti más que diez hijos?» Elcana trató de convencerla para que siguiera comiendo, pero ella tenía el estómago hecho un nudo y no podía hacerlo. Prefirió disculparse, en cambio, y se dirigió hacia la tienda del Tabernáculo. El lugar estaba desierto, salvo por el sacerdote del Señor, el viejo Elí, que estaba sentado a la puerta de la gran tienda. Ana se echó a llorar, orando desesperadamente ante el Señor, y era tan profunda su angustia que no podía siquiera orar en voz alta. Hizo entonces una promesa, diciéndo al Señor en su corazón: «¡Señor, si te compadeces de mi aflicción y me das un hijo, te lo devolveré y sera Tuyo durante toda su vida!» Llevaba un largo rato orando, cuando Elí notó que, a pesar de mover los labios, no pronunciaba palabra, y que su rostro estaba demudado por la angustia. Creyendo que estaba ebria, la reprendió enojado: «¡Deja ya de comportarte como una borracha! ¡A ver si se te baja el alcohol!» Ana se volvió a Elí con el rostro bañado en lágrimas, y le dijo: «¡No es eso, mi señor! No he bebido vino. Estoy muy angustiada, y le abría el corazón al Señor en mi gran pesar y dolor!» Avergonzado por haberle dirigido palabras tan duras, Elí trató bondadosamente de consolarla: «Ve en paz, y que Dios te conceda lo que le pediste». Luego de agradecerselo, Ana se incorporó y volvió al lugar donde comían Elcana, Penina y los niños. Su rostro ya no se veía atribulado. Con expresión alegre, se sentó a comer. A la mañana siguiente regresaron a su casa de Ramá. Más tarde Elcana y Ana se acostaron juntos, y el Señor respondió a su oración. Poco tiempo después Ana concibió y dio a luz a un varón. Lo llamó Samuel, que quiere decir «pedido al Señor». ¡Su alegría era inmensa! ¡No le cabía duda de que había sido un regalito de amor que le había llegado del Cielo! Al año siguiente, cuando Elcana volvió a subir para ofrecer el sacrificio anual al Señor, Ana no fue con él. Ella le dijo: «Después de que el niño sea destetado, lo llevaré y se lo daré al Señor, y vivirá allí para siempre.» «Haz lo que te parezca mejor», le respondió Elcana, «¡pero ten presente que debes llevar a cabo tus buenas intenciones!» Así pues, Ana permaneció en su hogar amamantando a su hijo. Cuando el pequeño tuvo cuatro años de edad, lo destetó y lo llevó con ella a Silo. Allí se lo presentó a Elí, y le dijo: «Oré por este niño, y el Señor me lo dio. Ahora me toca a mí dárselo al Señor. Durante toda su vida estará entregado al Señor.» Regresaron después a Ramá, y el pequeño Samuel se quedó con Elí en el Tabernáculo. Cada año Ana le hacía al niño una pequeña túnica, y al acudir con su esposo a presentar el sacrificio anual, se la llevaba. En una de esas ocasiones Elí bendijo a Elcana y a Ana y dijo: «Que el Señor te dé hijos con esta mujer, para tomar el lugar del que diste al Señor.» Y el Señor fue bondadoso con Ana: ¡concibió y trajo al mundo tres hijos y tres hijas! ¡Entretanto, Samuel crecía sirviendo al Señor, y llegó a convertirse en uno de los mayores profetas y jueces de la historia de Israel!
REFLEXION: (1) Ana ansiaba tener un hijo para poder cumplir una de las tareas más importantes en la vida de toda mujer, que es engendrar, criar, formar y amar a los niños. La Palabra de Dios dice: «Los niños son herencia del Señor, y recompensa suya el fruto del vientre. ¡Bienaventurado el hombre que tiene muchos hijos!» (Salmo 127:3-5) ¡A eso se debe que muchas mujeres creyentes que aman al Señor, cuando están embarazadas irradian siempre una sensación de satisfacción y alegría, porque están llevando a cabo su misión como madres, cumpliendo el primer mandamiento de Dios, de fructificar y multiplicarse!» (Génesis 1:28) (2) ¡Qué gran contraste vemos aquí entre la tendencia «moderna» de fomentar el aborto, el control de la natalidad y la esterilización! ¡Ha sido sólo en las últimas décadas que la gente ha dejado de ver a los niños como una bendición! ¡Por el contrario, se han puesto a luchar en contra de su nacimiento por medio de métodos artificiales! ¡Dios se opone totalmente al aborto, que es infanticidio! ¡Pueden darle el nombre que quieran, pero es un asesinato inspirado por el Diablo! ¡El control de la natalidad disgusta totalmente a Dios! (3) Este relato ayuda a entender que Dios es el único que puede crear un niño. ¡Puedes intentarlo todos los días con todas tus fuerzas, pero si no es voluntad de Dios que tengas un hijo, no lo tendrás! ¡Es el Señor quien hace los niños! ¡Es el Señor quien hace que una mujer se quede embarazada! ¡Jamás ha nacido un solo niño por «accidente»! Es Dios quien hace que suceda, y El no se equivoca. ¿Quiénes somos nosotros para ponerlo en duda? (4) Samuel fue una respuesta a la oración de Ana, pero fue también la solución que dio Dios a la necesidad de Su pueblo de un líder fuerte. Sin embargo, no habría llegado a serlo si Ana no se lo hubiera dedicado generosamente al Señor, para que aprendiera a amar y a servir a Dios. Gracias a que Ana estuvo dispuesta a dárselo al Señor, Samuel cumplió con el propósito de Dios. ¿Estás dispuesto tú a entregar a tus hijos al servicio de Dios, como lo estuvo Ana en el pasado? ¡Mira el premio que recibió! ¡Tener hijos es una bendición enorme! ¡Recompensa con creces las pequeñas molestias que se sufren durante el embarazo! ¡A fin de cuentas, en ese caso Dios se vale de ti para crear una hermosa alma inmortal! ¡A ustedes, las mujeres, que son «la vasija débil», las emplea Dios para cumplir con una de las tareas más importantes del mundo entero: ¡tener niños! ¿Amén? ¡Que Dios las bendiga! ¡Nuestros hijos son la único de esta vida que podremos llevarnos con nosotros a la próxima! ¡Y disfrutarla para siempre! ¿Estarán allí los tuyos?

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