viernes, 30 de octubre de 2009

El valle de las zanjas rojas (2 Reyes 3)

Josafat, el buen rey de Judá, y el joven y malvado Joram, rey de Israel, se encontraban en serios aprietos. Sus ejércitos habían partido a luchar contra los moabitas, que se habían rebelado contra Israel, y habían planeado atacarlos por sorpresa desde el oriente, por lo cual habían tomado un largo desvío a través del desierto. Pero ya no tenían agua para los hombres ni para los animales. Estaban a merced de los moabitas y no sabían qué hacer. Josafat decidió consultar al profeta Eliseo, ya que, según él, "tenía Palabra del Señor". Los dos reyes le explicaron a Eliseo que habían venido a hablarle de un asunto de suma urgencia. De pronto, dirigiéndose a Joram, Eliseo le preguntó por qué razón acudía a un profeta del Señor. —Consulta a tus propios profetas —le dijo—, ve a los profetas de tu padre y de tu madre. Joram era hijo de Acab, uno de los reyes más malvados que haya tenido Israel. Este, además de casarse con la perversa Jezabel, que había perseguido y dado muerte a muchos profetas de Dios, había construido también un altar a Baal, dando alojamiento y sustento a cientos de profetas de aquel dios pagano, que se sentaban a la mesa de la reina Jezabel (1Reyes 16:30-33; 18:18,19). Aquella no era una manera muy diplomática de hablarle a un rey, pero Eliseo era un hombre muy valiente y quería que Joram supiera que estaba totalmente en contra de su conducta impía e idólatra. Así que agregó: —¡Si no fuese por la presencia de Josafat, rey de Judá, ni siquiera te miraría ni hablaría contigo! Pero debido a que se hallaba presente el rey Josafat, Eliseo accedió a escuchar su petición. Luego de enterarse de la situación, Eliseo dejó en claro que prestaría su ayuda únicamente por consideración al rey Josafat. Pidió que le trajeran un juglar y mientras éste tocaba una agradable melodía, "la mano del Señor vino sobre Eliseo, quien dijo: —Así ha dicho el Señor: Haced en este valle muchos estanques. Porque el Señor ha dicho así: no veréis viento, ni veréis lluvia; pero este valle será lleno de agua, y beberéis vosotros, y vuestras bestias y vuestros ganados. Y esto es cosa ligera a los ojos del Señor; entregará también a los moabitas en vuestras manos. Es fácil imaginar a Joram mofándose: —¡Cavar estanques en un valle desierto! ¡Qué absurdo! Pero Josafat creía en el profeta de Dios y mandó cavar los pozos. ¡Aquellos estanques fueron demostración de la fe de Josafat, pues hacía falta fe para poner a sus hombres cansados y sedientos a cavar zanjas en un valle reseco! Pero su recompensa llegaría pronto... A la mañana siguiente, salió el sol y el cielo se veía completamente despejado. No corría brisa ni había señal de lluvia. De pronto bajó de la montaña, "por el camino de Edom", un rugiente torrente de agua que se esparció por el valle, llenando los estanques hasta rebosar. Los soldados, los caballos y el ganado bebieron hasta saciar su sed y recobrar las fuerzas. Para entonces, los moabitas se habían despertado y estaban listos para presentar batalla. Al mirar hacia el oriente, observaron que los soldados de Israel se comportaban de manera muy extraña. Unos estaban de pie; otros se hallaban de rodillas, y algunos se encontraban tendidos en el suelo boca abajo. El lugar estaba cubierto de sangre, o por lo menos, así les pareció al ver el sol matinal reflejarse sobre el agua que colmaba las zanjas. —¡Miren! —gritaron— ¡Los reyes se han vuelto uno contra otro y cada uno ha dado muerte a su compañero! Y descendieron de la montaña corriendo para acabar con los invasores. Claro está, cometieron un grave error. Al llegar a los estanques se dieron cuenta de que estaban llenos de agua y no de sangre. Los israelitas, que los habían visto acercarse, los estaban esperando, y se levantaron y atacaron a los moabitas, quienes huyeron de delante de ellos siendo perseguidos por el ejército de Israel en su propia tierra. Israel logró una gran victoria sobre sus enemigos gracias a las instrucciones aparentemente absurdas que el Señor había dado a su profeta, y a que su rey las obedeció. ¡Si seguimos al Señor, nunca nos equivocaremos, porque lo que Dios nos aconseja siempre sale bien!

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