viernes, 19 de noviembre de 2010

Cómo tratar las heridas del alma


La gran mayoría de los hechos desagradables que nos suceden son como simples magulladuras y rasguños que sufre nuestro espíritu.
Al igual que un golpe puede causarnos un moretón y un dolor temporal, puede que un incidente molesto nos las haga pasar moradas, nos ponga negros o nos deprima; pero por lo general conseguimos olvidarlo en un tiempo relativamente breve. Claro que en un momento u otro casi todos sufrimos alguna herida profunda de carácter espiritual. ¿Qué podemos hacer para que se cure bien?
Cuando nos hacemos un corte grave, acudimos de inmediato a un médico que sepa qué procedimiento seguir. Él nos lava y venda la herida, y a veces tenemos que volver varias veces para que compruebe que está sanando como es debido. Aun así, puede tardar en cerrarse. Eso ilustra bastante bien lo fácil que pueden sanar nuestras heridas espirituales con fe, oración y el tratamiento adecuado. En cambio, si no dejamos que nos las limpien para que sanen bien, o intentamos disimularlas, pueden llegar a infectarse con rencores y resentimientos que luego envenenan todo el organismo.
Normalmente, el resentimiento no se agrava de la noche a la mañana; más bien va desarrollándose y creciendo con el tiempo, igual que cuando se infecta una herida. Si no se elimina la infección, ésta se extiende y silenciosamente va dañando las partes sanas que toca.
La Biblia enseña que debemos limpiar nuestro corazón de todo lo que sea causa de molestia: «Mirad bien, no sea que […] brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados»1.
El pasado no tiene por qué dictar la forma en que enfoquemos las cosas hoy, pues Dios nos ha dado una vía para superar los sucesos negativos que nos ocurren. De hecho, eso precisamente desea que hagamos. «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es. Las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas»2. Dicho de otro modo, cuando vivimos inmersos en Jesús y en Sus Palabras y aprendemos a conducirnos como a Él le gusta, las cosas viejas pasan y son hechas nuevas.
Achacar a los demás los reveses que sufrimos o atribuirlos a sucesos del pasado es inherente a la naturaleza humana. Mucha gente se adhiere a esa forma de pensar porque, claro, es más fácil que perdonar y relegar esos incidentes al pasado, más fácil que reconocer que no hay justificación para resentirse. Sin embargo, esa actitud nos traba y nos impide avanzar en la vida.
Bien puede ser que algunas dificultades que hoy tenemos se deban en parte a hechos que nos sucedieron. Todos hasta cierto punto somos un producto de nuestro entorno. Hemos recibido influencias positivas en algunos aspectos y negativas en otros. Aunque no hay nadie que haya vivido exclusivamente experiencias gratas, eso no significa que tengamos que dejarnos controlar por las que fueron desagradables, o permitir que ejerzan una influencia permanente en nosotros, ni en el plano emocional, ni en el mental, ni en el espiritual.
La vida cristiana es un continuo superar obstáculos, sobreponerse a las circunstancias y no dejarse hundir por la adversidad, sino dar lugar a que Jesús, por medio de la renovación y transformación que obra en nuestro entendimiento, resuelva nuestras dificultades y neutralice su efecto3. Dios considera que cada uno de nosotros es responsable de sus reacciones ante las situaciones en que se ve. Ha dado a cada persona libre albedrío, libre determinación. Nos pide constantemente que tomemos decisiones acertadas y que procedamos rectamente. Y cuando lo hacemos, nos ayuda a salir adelante.
Es innegable que uno hasta cierto punto puede controlar su forma de ser. Si nos fijamos en ciertas personas que han sufrido graves reveses, quizá mucho peores que los que nos han sucedido a nosotros, es evidente que unas reaccionaron de una manera y otras de otra. En consecuencia, hoy en día son muy distintas unas de otras, y la vida que llevan también es muy diferente. Pese a las circunstancias adversas a las que se enfrentaron en determinado momento, unas son felices y se sienten realizadas, están sanas y bien adaptadas; y otras, todo lo contrario: viven deprimidas, desdichadas, insatisfechas o perturbadas.
Lamentablemente, muchas personas le echan a Dios la culpa de todo lo desfavorable que les sucede. De algún modo se convencen de que Él no juega ningún papel en las cosas buenas que les toca vivir, sino solamente en las malas. Su relación con el Señor es diametralmente opuesta a lo que debería ser. No lo alaban cuando les van las cosas bien; y cuando les van mal, le echan la culpa y se quejan.
Según la Palabra de Dios, las dificultades tienen por objeto fortalecernos4. Si nunca afrontáramos situaciones adversas, no adquiriríamos fortaleza de carácter en la lucha por superarlas. Además, probablemente no podríamos identificarnos con las personas que han tenido problemas similares ni nos compadeceríamos de ellas5. Nos perderíamos la sublime transformación que se produce en nosotros cuando descubrimos lo mucho que necesitamos a Jesús. Y es posible que nunca tendríamos la maravillosa experiencia de recibir en el momento crucial Su ayuda y las fuerzas para seguir adelante.
Jesús desea que «[nuestro] gozo sea cumplido»6. Ahora bien, el secreto de esa dicha reside en perdonar a los que nos han ofendido, descargarnos de resentimientos y rencores y olvidar el pasado. ¡Ten la seguridad de que es posible superarlo!

1. Hebreos 12:15
2. 2 Corintios 5:17
3. Romanos 12:2
4. 1 Pedro 4:12,13; 5:10
5. 2 Corintios 1:4
6. Juan 15:11

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