martes, 5 de octubre de 2010

Mi primer milagro


Hace unos años, cuando conocí a un par de misioneros de La Familia Internacional, los invité a mi casa, dado que necesitaban un lugar donde hospedarse. Sin embargo, no capté de inmediato todo lo que me decían acerca de Jesús. Me mantuve escéptico.Luego sucedió algo que alteró la situación.Una mañana, mientras trotaba por el vecindario como acostumbraba hacer todos los días, sentí unas punzadas en la espalda que me hicieron doblarme de dolor. Lejos de disminuir, fueron en aumento. Aquella noche tuve bastante fiebre. Cuando fui a hacerme un reconocimiento y describí los síntomas —sangre en la orina, dolor, fiebre—, el diagnóstico preliminar fue que tenía cálculos renales, y que mi caso era bastante grave. Me hicieron análisis y me dijeron que volviera al día siguiente a recoger los resultados.Enfermo de cuerpo y espíritu, regresé a casa para descansar. Entonces expliqué mi sufrimiento a los voluntarios que se estaban alojando temporalmente allí. Como es natural, se ofrecieron a orar conmigo. Obstinado, les respondí:—No; creo que me falta fe.Sonriendo, me dijeron:—Pues recemos también por eso.Rogaron por mi rápida y completa recuperación de lo que fuera que me aquejara, me leyeron pasajes de la Biblia sobre la sanación y los invocaron como si se tratara de promesas que Dios hubiera hecho específicamente para mí. También oraron para que me librara de mi incredulidad. Antes de acostarme me puse a releer una y otra vez aquellos versículos. Poco a poco me invadió una sensación de tranquilidad. Algo desconocido estaba echando raíz en mi corazón: era una diminuta semilla de fe.A la mañana siguiente me sentía mucho mejor, de modo que fui primero a trabajar a la oficina y luego al hospital para hacerme más análisis. El médico no sabía qué pensar: estaba desconcertado. Analizaba y requeteanalizaba los resultados hasta que finalmente me los entregó y trató de explicarme lo que yo ya sabía: las radiografías mostraban que no tenía nada. Me había curado.Casi daba la impresión de que los análisis del segundo día correspondían a otro paciente, explicó el doctor. Sin embargo, yo estaba seguro de que lo ocurrido sólo podía calificarse de milagro.Nada me dolía; habían desaparecido todos los síntomas de cálculos renales. Quedaron desplazados por la fe. Aquella noche, al leer la Biblia con los integrantes de La Familia, lo hice desde una perspectiva totalmente distinta: no como un simple estímulo intelectual, sino reconociendo que —como dijo Jesús— aquellas palabras eran «espíritu» y «vida» (Juan 6:63). Las mismas palabras que me habían sanado me condujeron a una nueva y maravillosa existencia.

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