martes, 1 de diciembre de 2009

Una maestra singular


Casi todo el mundo tiene a un maestro entre las personas que más han influido en su vida. ¿Qué clase de maestro? De esos que emplean sus aptitudes para cultivar las de los alumnos; de los que no solo se preocupan por moldear la mente, sino también el corazón. En mi caso, fue una profesora a la que los alumnos llamábamos con afecto tía Marina. En aquella época, mi familia vivía en Japón, donde mis padres desempeñaban una labor administrativa para nuestra hermandad cristiana internacional. La tía Marina fue mi profesora de primero y segundo de básica. Era una mujer muy sensata y equilibrada, aunque más estricta que la mayoría de nuestros demás maestros y monitores, firme en su sentido del bien y el mal. Al principio los niños nos quejábamos de eso. Sin embargo, no tardamos en aprender a confiar en ella. Percibíamos que se preocupaba por nuestro desarrollo y por que llegáramos a ser personas íntegras y sanas. Nos sentíamos seguros con ella, porque definía lo que se podía hacer y lo que no. Aunque nos fijaba límites y hacía respetar las reglas, contrapesaba su disciplina con abundantes dosis de ánimo y amor. Además tenía un buen sentido de la diversión. No limitaba las clases a los cuadernos y los libros de texto; nos llevaba a excursiones y paseos, y aprovechaba su talento artístico para suscitar en nosotros interés por las manualidades. Un día le preguntamos: «¿Podemos tomar café como tú y los demás adultos?» De colación al día siguiente nos sirvió café para niños: leche teñida con melaza para darle un color más oscuro. Tenía cierta facilidad para mejorar nuestra autoestima y hacer que nos sintiéramos apreciados. Siempre hablaba positivamente de nosotros a los demás cuando estábamos cerca y podíamos oírla. Todavía recuerdo el orgullo que sentí al oírla por casualidad decir a otra profesora que yo tenía muy buena ortografía. Era grato saber que mis esfuerzos no pasaban inadvertidos. El cariño e interés de la tía Marina trascendió más allá de nuestros años escolares. Tiempo después de que nuestra familia se trasladara a Taiwán, seguía enviándome notas y tarjetas. Han pasado ya diez años y aún conservo algunas. Hace poco releí una en particular que me dejó maravillada por el cariño y el interés que demostró escribiéndole a una niña de apenas ocho años: «Ayer vi tu foto mientras preparaba un álbum de los niños que cuidé y eduqué durante años, y recordé cuánto te quiero, amiguita». Cuando cumplí nueve años, me escribió: «Te deseo un feliz aniversario. Pido a Dios que sea un día inolvidable para ti y que este nuevo año de tu vida esté lleno de sorpresas agradables y de tiernas experiencias. ¡Cuánto me alegro de haberte conocido!» El 9 de junio de 2005, tras una larga batalla con el cáncer, Marina pasó a mejor vida. No soy más que una de las muchas personas en las que influyó positivamente con su cariño y su amor, un amor que ella siempre atribuía a Dios y del cual sólo se consideraba un instrumento.ELISABETH SICHROVSKY ES MISIONERA DE LA FAMILIA INTERNACIONAL EN TAIWÁN.

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