domingo, 6 de diciembre de 2009

Salvación en la mina


Nací y me crié en un pueblito minero de Ucrania durante la era soviética, cuando imperaba el ateísmo. Un día me topé con un libro que se titulaba No solo de pan. Como ávida lectora que era, me lo leí en una sentada. El libro presentaba el abecé de la salvación, seguido de una plegaria para aceptar a Jesús como Salvador. Aunque los conceptos de Dios, la fe y la oración me eran completamente ajenos, algo de aquel libro me cautivó. Cuando recé me invadió una sensación estupenda, que al mismo tiempo me dio un poco de aprensión, pues fue como si mi alma se elevara hacia el techo. Varios años después dejé mi pueblo natal para estudiar en la universidad estatal. Allí conocí a unos integrantes de La Familia Internacional que me explicaron todo lo que no entendía y me llevaron a abrazar una vida de fe y de servicio a Dios y a los demás. La siguiente vez que visité a mis padres les expliqué que Jesús me había transformado y que podía hacer lo mismo por ellos. Mi madre lo aceptó de buen grado, pero mi padre se mostró escéptico. Le prometí orar por él. Al inicio de cada jornada, mi padre y sus compañeros descendían de a dos por el pozo de la mina. Parte de su equipo de seguridad consistía en un grueso cinto que se sujetaba a la estructura de madera del pozo por medio de una cuerda. Mi papá, sin embargo, nunca usaba ese cinto porque le abultaba y le incomodaba mucho. Se ponía uno más liviano y confiaba en que lo sostendría igual de bien. Un día alguien tomó su cinto ligero, y él se vio obligado a ponerse el pesado. Descendió por el pozo con su compañero, y ambos se pusieron manos a la obra. Mi padre estaba debajo de la plataforma de trabajo, y su compañero encima. De golpe, mi papá resbaló, perdió el equilibrio y cayó hacia el abismo. Si bien la cuerda de seguridad lo retuvo, quedó varios minutos colgando debajo de la plataforma. Una lluvia de fragmentos de carbón se le vino encima, ocasionándole cortes en la cabeza, la cara y diversas partes del cuerpo. A causa del ruido de las máquinas, nadie oyó sus gritos. Finalmente su compañero detuvo por un momento su trabajo para verificar si estaba todo bien y, al darse cuenta de lo que sucedía, lo ayudó a subirse a la plataforma. Más tarde, cuando mi padre me contó el incidente, me dijo que mientras estaba suspendido en la oscuridad toda su vida pasó delante de sus ojos. —Sentí que tus oraciones me sujetaban bien fuerte —me confesó—. En ese momento acepté a Jesús como mi Salvador. Y ¿qué del viejo cinto que tanto le gustaba a mi padre? Él siempre le agradece a Dios que alguien se lo llevara aquel día.
Natalia Prokhatska es integrante de La Familia Internacional en Argentina.

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