sábado, 5 de diciembre de 2009

Peregrino


La ruta de ferrocarril que más me gusta recorrer es la Indian Pacific de Australia. Une a Sídney, en la costa oriental, con Perth, en la occidental. Atraviesa todo el continente y conecta dos océanos, el Pacífico y el Índico. Cubre una distancia de 4.352 km y cruza tres husos horarios, distancia que supera a la que media entre Londres y Estambul. Durante el recorrido, que dura 65 horas, el tren pasa por algunos de los parajes más inhóspitos y estériles del mundo. Un tramo atraviesa la llanura de Nullarbor. Se trata de un territorio llano, árido y sin árboles, semejante a un paisaje lunar, del color de la pimienta de cayena. El nombre Nullarbor deriva del latín nullus arbor, es decir, ningún árbol. Hasta donde alcanza la vista no se ve nada sino terreno reseco e infértil. A lo largo de 478 km no hay curvas en la vía: es la recta más larga del mundo en una vía férrea. El tren es el único objeto que se mueve en la inmensa llanura desolada. Con todo, la comodidad, el servicio y el ambiente relajado hacen el viaje placentero. Al cabo de una travesía que por momentos se hace interminable, el tren llega a su destino final: la ciudad de Perth. A uno le parece que llegara a otro mundo: la opulencia de la ciudad, las magníficas calles, los relumbrantes edificios, los parques y espacios abiertos, un río hermoso que desemboca en el mar... Cuesta imaginar que un rato antes no se viera sino polvo y arbustos. Arribamos a una ciudad luminosa, de flamantes edificios, pero solo después de haber recorrido una gigantesca estepa vacía. ¡Qué analogía con el peregrinaje del creyente! La ruta más acertada que puede seguir el peregrino en tránsito por este mundo temporal es la que Dios le ha marcado, así como el tren avanza por la vía recta que le trazó el ingeniero. Con la ayuda del Espíritu de Dios, podemos atravesar el desierto de este mundo con la paz y el consuelo que Él brinda. Aunque a nuestro alrededor todo parezca un infierno, espiritualmente ya podemos saborear el Cielo por anticipado. Una espléndida ciudad nos espera al final del trayecto, construida no por la mano de hombre, sino por Dios, el Creador. El capítulo 21 del Apocalipsis la describe en toda su grandiosidad. No guarda parecido con ninguna otra urbe y ha sido preparada por Dios para los Suyos, para Sus hijos que lo aman y permanecen en Su amor. Es una ciudad en la que, a diferencia de las urbes de los hombres, habita la bondad y no se aloja el mal; donde dejaremos atrás el calor, el polvo y los paisajes desérticos de este mundo. «Las angustias primeras serán olvidadas. [...] De lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento»1. Así pues, recorramos la senda que Dios ha trazado para nosotros. Disfrutemos del viaje, sabiendo que Él nos acompaña hasta el final y se encargará de que lleguemos sanos y salvos a nuestro destino celestial.Uday Kumar es integrante de La Familia Internacional en la India. 1 Isaías 65:16,17

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