martes, 1 de diciembre de 2009

No es ninguna molestia




Terminaba otro día largo y ajetreado. Mi esposo llevaba casi tres semanas fuera de casa, por asuntos de trabajo. Cuidar sola de nuestro hijo de ocho años y del bebé de dos meses era para mí una experiencia nueva y difícil. Tenía ganas de acostarme enseguida a dormir, pues me hacía mucha falta; pero el bebé se puso inquieto. En cuestión de minutos le vino una fiebre muy alta y vomitó. Estuve un par de horas consolándolo y tratando de calmarlo. Finalmente cerró los ojos, y pensé que yo también podría dormir un poco. Sin embargo, después que terminé las últimas cositas y me acosté, el bebé empezó a vomitar de nuevo. Me levanté, lo cambié y lo limpié todo. Pero apenas terminé, volvió a vomitar, esta vez encima de mí. Repetí una vez más todo el rito del aseo. Dos minutos después tuve que hacerlo por cuarta vez. Gracias a Dios, después se quedó dormido plácidamente. Me quedé un rato mirándolo, reflexionando sobre lo que acababa de ocurrir. Aunque el nene había vomitado repetidamente, no me había importado limpiarlo una y otra vez. Para nada me había enojado con él; ni se me había cruzado por la cabeza distanciarme de él porque me hubiera causado tanta incomodidad. Al contrario, el amor me había impulsado a tomarlo en brazos, cuidarlo y hacer que se sintiera seguro y querido. Jesús hace lo mismo con nosotros. Por mucho que la embarremos, Él siempre está a nuestro lado, dispuesto a tomarnos en Sus brazos, limpiarnos y hacer que nos sintamos amados y seguros. El amor que tiene por nosotros no disminuye en absoluto a causa de nuestros pecados y errores. Y nunca hace oídos sordos cuando le pedimos auxilio. Comprende nuestras flaquezas y nos ama de todos modos. Nada puede separarnos de Su amor.

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