miércoles, 2 de diciembre de 2009

Me encontrarás corriendo


Hace unos dos años me di cuenta de que estaba en muy mal estado físico. Mi trabajo se había tornado sedentario, y no lo había compensado con alguna actividad física. Me gustaba hacer ejercicio, pero nunca encontraba el tiempo o el estímulo para perseverar día tras día. Ahora me doy cuenta de que parte del problema era que daba más importancia a mi trabajo que a mi salud. Un día leí en el periódico que en la ciudad en que vivo se celebra una maratón anual. ¡Perfecto! Ya tenía una meta a la que abocarme, un motivo para hacer ejercicio. Entrenaría mucho y participaría en la carrera del año siguiente. Mi programa de entrenamiento consistía en correr lo más rápido que podía hasta quedarme sin aliento. Luego caminaba hasta recuperarme y volvía a correr a toda marcha. Lo hacía una y otra vez. Al cabo de 40 minutos regresaba a casa y me desplomaba. Aunque era gratificante hacer ejercicio, al cabo de un tiempo me di cuenta de que no estaba haciendo progresos. Supuse que necesitaba consejos de algún profesional, así que investigué en Internet y encontré varios sitios sobre trotar. Algunos eran bastante informativos; otros, francamente desconcertantes. La mayoría me recomendaban que gastara dinero en cosas que estaban fuera de mi alcance, en aparatos o dispositivos costosos o en un preparador físico personal. Más desalentadora aún me resultaba la idea de entrenar con constancia y a largo plazo. Un experto tras otro decía: «Empieza despacio, incrementa tu resistencia de a poco, pero haz algo todos los días». Yo soy de las que buscan resultados rápidos. ¡Ay, cómo me cuestan los programas a largo plazo! Mi propia reacción ante ese enfoque del ejercicio me hizo caer en la cuenta de que esa actitud mía afectaba otros aspectos de mi vida: dejaba pendientes asuntos importantes que me exigían dar pequeños pasos una y otra vez. Pero los únicos que corren maratones, que alcanzan un buen estado físico o que logran sus objetivos en la vida son los que van progresando paulatinamente, día a día, por un buen período de tiempo. Así que me propuse cambiar, empezando con el ejercicio. Comencé despacio, traté de controlar mi ritmo y mandé callar a aquella voz socarrona que me decía: «¿De qué te va a servir lo poquito que estás haciendo?» Por aquel entonces leí un artículo estupendo sobre vivir sanamente, que hacía hincapié en incorporar la energía espiritual a la ecuación de la buena salud y el estado físico. Empecé a orar con más frecuencia, a pedirle a Dios que no solo me ayudara a hacer progresos en el jogging, sino que además me diera instrucciones prácticas. Exigirme que madrugara hubiera sido pedirle peras al olmo; pero como disponía de cierta flexibilidad en mi horario de trabajo, volvía a casa más temprano y salía a correr. Al principio lo hacía más despacio y por menos tiempo del que me habría gustado; pero trataba de hacerlo todos los días. Cada día lograba recorrer una distancia un poco mayor en el mismo tiempo, y cada vez lo disfrutaba más. Además descubrí que tenía más energías. En determinado momento me dio una gripe demoledora. Varias semanas después que me bajó la fiebre, seguía fatigada. Cuando por fin me sentí con fuerzas para reanudar mis salidas a correr, di por perdido el acondicionamiento físico que tanto me había costado alcanzar en los meses anteriores. ¡Todo ese tiempo y esfuerzo desperdiciado! Ni quería hacer el intento. Me decía: «Quizá mañana puedo hacer la prueba». Un día hice caso omiso de todas mis excusas. Me decidí a empezar despacio y ver hasta dónde llegaba. Descubrí sorprendida que estaba a un 75% del nivel que había alcanzado antes de enfermarme. Todos mis esfuerzos no habían sido en vano. Es más, mientras corría me fui sintiendo mejor. Me resultó tonificante respirar profundamente y recorrer los prados y los hermosos parajes que hay cerca de mi casa. Ese día caí en la cuenta de que me encantaba correr. El acondicionamiento físico era una meta válida, y la idea de correr una maratón me había dado el incentivo para empezar. Sin embargo, el simple hecho de hacerlo todos los días era entretenido en sí mismo. Me puse a pensar en otras cosas que llevaba tiempo postergando, asuntos que requieren la misma planificación y ritmo constante, la misma perseverancia día tras día. Le encontré el gusto a correr, a hacer lo que podía cada día para estar saludable y mantenerme en forma, en sintonía con mi familia y con la gente que quiero, y progresar en mi trabajo. También aprendí a aprovechar esos ratos de deporte, en relativa soledad, no solo para reflexionar sobre diversos asuntos, sino para orar al respecto. Cuando salgo a correr le cuento a Jesús los problemas con los que estoy lidiando. A veces me da soluciones, ideas que no se me habían ocurrido y que probablemente nunca se me ocurrirían. En otras ocasiones el solo hecho de desahogarme con Él contribuye a aliviar mi estrés. Asimismo empleo esos ratos para rezar por otras personas y situaciones, algo que también necesitaba hacer con más asiduidad, pero nunca encontraba el momento. Regreso a casa con la sensación de que las cargas que me agobiaban han quedado tiradas a la vera del camino. Puede que nunca participe en esa maratón, pero al final de cada día me encontrarás corriendo.Lily Neve es misionera de la Familia Internacional en Asia Meridional.

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