viernes, 4 de diciembre de 2009

Los elogios


Jesús elogia a las personas y les reconoce el mérito cuando obran bien. En Sus parábolas elogió a los siervos buenos y fieles que invirtieron sus talentos prudentemente. Hasta ponderó al mayordomo malo por su sagacidad. De Natanael dijo: «He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño». En la Biblia Dios elogia a muchas personas. De Job dijo: «No hay otro como él en la Tierra». Y de David afirmó que era un varón conforme a Su corazón. A lo largo y ancho de los textos sagrados, el Señor encomia a la gente por sus buenas obras. Además promete recompensarnos por nuestra buena labor. Es algo que no tiene nada que ver con la salvación. La salvación es un regalo que nos otorga gratuitamente movido por Su misericordia, gracia y amor. Pero además de eso, nos elogia y nos premia cuando obramos bien y con buenos móviles. Cuando acudimos a Jesús en oración y le pedimos que nos ayude, Él nos responde. Nos faculta para hacer cosas que no podríamos hacer por nuestra cuenta. Pero aun así, casi siempre nos pide que hagamos algo —la parte que nos corresponde— para que se cumpla lo que deseamos. Y cuando lo hacemos, nos reconoce el mérito. Prueba indiscutible de ello son todos los versículos que hay sobre recompensas y coronas en el Cielo.
«El estilo en que nos comunicamos con los demás y con nosotros mismos determina en última instancia nuestra calidad de vida». Anthony Robbins Él nos reconoce el mérito cuando aprovechamos al máximo los bienes y talentos que nos da. Viene a cuento la anécdota del campesino que le enseñó su granja a alguien que le comentó: «¡Qué finca tan bonita le ha dado Dios!» El viejo campesino repuso: «Pues debería haberla visto usted cuando la tenía Dios». Es decir, antes que él hiciera el arduo trabajo de desmalezar, arar y atender los cultivos. Hasta en el huerto del Edén hizo falta una persona que lo cuidara, labor que Dios encargó a Adán. Ese principio se aplica a nuestros dones y talentos, a nuestro cuerpo y aspecto y a todo lo demás. Dios nos dota de lo más elemental para ver lo que haremos con ello. Para desarrollar plenamente nuestras aptitudes, es preciso un esfuerzo de nuestra parte. Él entonces se percata de esos esfuerzos y nos elogia. Así desea Él que seamos también con los demás. Debemos elogiar a la gente y hacerlo con sinceridad. La adulación y el elogio sincero son dos cosas muy distintas. Casi todo el mundo necesita que le den ánimo. La mayoría de las personas no son muy creídas ni muy vanidosas. A mi modo de ver es todo lo contrario: se sienten un poco inseguras o inferiores en algún aspecto. Tienden más bien a desanimarse por sus defectos. Por eso me parece importantísimo dar aliento a los demás. Los elogios motivan a la gente a superarse. Todo padre o jefe que tenga un poco de tino lo sabe muy bien. Es más importante elogiar a un niño por su buena conducta y por lo que hace bien que regañarlo cuando se porta mal. Lo mismo vale para los adultos. Si se quiere sacar a relucir lo mejor de una persona y tener una buena relación con ella, hay que procurar resaltar siempre lo positivo. Lo peor que se puede hacer es fijarse siempre en las falencias ajenas, menospreciar a la gente y fastidiarla constantemente por sus imperfecciones. Eso torpedea una relación con mayor rapidez que casi ninguna otra cosa, y ha hecho fracasar más de un matrimonio. Me viene a la memoria una señora que quería divorciarse y acudió al juez de familia. Argumentó que ya no soportaba vivir con «aquel hombre» ni un día más y procedió a enumerar todos los defectos de su marido. La diatriba fue interminable. Finalmente hizo una pausa para recuperar el aliento, y el juez aprovechó para preguntarle: —Y ¿cómo es que se casó con él en un principio? Algo debe de haberle resultado atractivo. ¿Qué fue? —La verdad es que —repuso ella— era muy bueno y muy trabajador, se preocupaba de mantenernos, quería a los niños y era fiel. —¿Y ya no es así? —Pues sí —respondió alterada—, pero… —y comenzó nuevamente a quejarse— es que es insoportable. Deja la ropa tirada en el suelo, nunca cuelga ni guarda nada, siempre llega tarde a cenar, le cuesta levantarse por la mañana, se mete los dedos en la nariz y si le quemo las tostadas, se me queja. Cantidad de detalles relativamente insignificantes. —Muy bien —dijo el juez—. Esta es mi resolución preliminar. Vuelva a casa y procure concentrarse en las buenas cualidades por las que se encariñó y se casó con él. Esfuércese por no pensar siquiera en esas pequeñas idiosincrasias suyas que a usted le molestan. Si al cabo de 30 días todavía quiere divorciarse, vuelva a verme. El juez no volvió a tener noticias de ella. Estar siempre pensando en los defectos y malas costumbres de los demás nos complica la vida. «Todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad».Prueba eso la próxima vez que estés exasperado, impaciente o alterado con alguien. Procura recordar sus buenas cualidades y haz caso omiso de sus defectos. Piensa en lo bien que te sientes cuando alguien tiene contigo un gesto de consideración. Cuando una persona te agradece una labor bien hecha, te anima a esforzarte al máximo, ¿no es cierto? Seamos consecuentes con la Regla de Oro que nos enseñó Jesús: Pórtate con los demás como te gustaría que se portaran contigo.

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