martes, 1 de diciembre de 2009

Dos caminos


Hace poco fui a ver a un amigo. Para llegar a su oficina atravesé dos puertas laqueadas y subí en un reluciente ascensor. La secretaria me ofreció una taza de café gourmet antes de hacerme pasar a una espaciosa sala de conferencias, donde recuerdos personales, souvenirs de sus viajes por el mundo y numerosos premios se disputaban el espacio disponible en las repisas de madera de teca. Mi amigo llegó instantes después y me saludó afectuosamente con una sonrisa encantadora. Llevaba un traje elegante, aunque un poco arrugado después de un largo día en la oficina. Suspiró mientras se sentaba frente a mí. La sonrisa se le borró por un momento, revelando cansancio y agobio. —¿Has tenido mucho trabajo hoy? —pregunté. Asintió. En efecto, había sido un día agotador. Todos los días se hacían interminables, incluso los fines de semana; y más ahora con el florecimiento de la economía y el diluvio de proyectos que llegaban a su compañía. Me contó que el negocio iba bien y que estaba contento; sin embargo, lo conocía lo bastante bien para no creérmelo del todo. —¿Te había dicho que vamos a comprar una segunda casa? También me explicó que su esposa había ido a ver a unas amistades en Roma y llevaba más de un mes en Italia, que sus hijos estudiaban en el extranjero, y que él acababa de llegar de Madrid. Y a la semana siguiente le iban a entregar un tercer auto, un flamante BMW. Un vehículo más les haría la vida más fácil a él y a su familia: una cosa menos por la que discutir. Había habido muchos cambios últimamente: tenía una oficina mejor ubicada, personal más eficiente, un mejor gerente de relaciones públicas, y venían más cambios en la gestión, la imagen y los productos de la empresa. Hoy en día hace falta mucho para tener éxito; vivimos en un mundo acelerado. Hablamos de lo último que había hecho yo como voluntaria, en particular de un viaje a una provincia que sufrió inundaciones. Al observar las fotos que le mostré hizo comentarios sobre la belleza y sencillez de la vida rural. Volvió a sonar el teléfono y se excusó. Momentos después, regresó para disculparse porque tenía que irse rápidamente. Habían surgido varios asuntos urgentes y tenía que encargarse de ellos enseguida. Me dijo: —Reunámonos otra vez, pronto. Llámame la próxima semana. Ayer fui a ver a una amiga. Durante ocho horas recorrí serpenteantes carreteras de montaña hasta un campamento de refugiados que ocupa una extensión de cuatro kilómetros cuadrados. El panorama era bellísimo, pero las comodidades rudimentarias. Cuando se acabó la carretera, seguimos a pie. Atravesé un riachuelo con el agua hasta las rodillas y subí por un sendero fangoso atravesado por profundos surcos. Me acompañaba una docena de niños ansiosos que me habían visto llegar desde arriba. Una vez en el campamento, me senté en el umbral de la choza de bambú donde vive mi amiga. Sonreí a los niños harapientos, y me prometieron que mi amiga llegaría pronto. Luego, corrieron en dirección al pozo comunitario para anunciar mi llegada a los demás. Momentos después, mi amiga se acercó apresuradamente y me abrazó. Cargaba a la espalda a su hijo de seis meses. Me apartó de la muchedumbre de niños que se había vuelto a juntar y juguetonamente echó a varios que no paraban de parlotear al tiempo que me tiraban de la pernera del pantalón. En la penumbra del interior de la choza de un solo ambiente me sirvieron café. Lo bebí por cortesía, tomando cada trago con un ligero sentimiento de culpa porque mi taza seguramente era la ración semanal de alguien. Nuestra conversación fue entrecortada y difícil por el dialecto montañés que ella usa; pero con el rostro radiante se esforzó por hablarme de la nueva vida que había traído al mundo, de su familia y del pequeño grupo de huérfanos que tiene a su cargo. —¿Qué es lo que más necesitas? —pregunté. Pensaba ofrecerle lo mejor del cargamento de provisiones que había dejado en la carretera, donde arrancaba el sendero. Me imaginé que me respondería con una lista detallada. —Nada —me dijo—. Lo que necesitamos, Dios nos lo da. Nos cuida muy bien. Su nene se puso a lloriquear, y lo abrazó con más fuerza. Describió de nuevo la alegría que le proporciona a diario. No mencionó nada de la falta de dinero, de ciudadanía y de otros recursos necesarios para dar a la criatura la base para un buen porvenir. En ese momento entró a la choza otro refugiado, un chico en la etapa final de la adolescencia vestido con una camiseta. Tras las presentaciones, se sentó junto a ella en la esterilla y se puso a tocar con destreza una tierna melodía en una desgastada guitarra mientras escuchaba nuestra conversación. —Debe de ser estupendo vivir en una ciudad —dijo por fin con tono melancólico. —¿Has estado en alguna? —le pregunté. —No —respondió meneando tristemente la cabeza—. Pero espero ir a vivir un día a una gran ciudad y hacerme rico y famoso. Sonreí mientras el cielo de occidente regalaba a mis ojos un imponente atardecer y oía las carcajadas de los que jugaban a voleibol fuera de la choza. —No creo que sea eso lo que quieres —contesté, sorprendiéndole—. Créeme, lo mejor de la vida no se compra con dinero.Christina Andreassen es misionera de La Familia Internacional en Tailandia.

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