Seguramente uno de las frases que más me salían de la boca cuando joven fue: «No es justo». Siempre me parecía que alguien —o todo el mundo— estaba en mejor situación que yo. En los primeros años de mi adolescencia adquirí la mala costumbre de medirlo y analizarlo todo y me obsesioné comparando mi figura, mi personalidad y mis aptitudes con las de otras chicas de mi edad. Cuando me hice adulta joven y empecé a trabajar en una oficina, me pasaba el día comparando mis esfuerzos y habilidades con los de mis compañeras. Me convencí de que la única forma en que me llegarían a apreciar o a aceptar era compensar mi relativa falta de aptitudes y experiencia trabajando más arduamente que todos los demás. Vivía pendiente de ganar puntos —vaya uno a saber en qué consistían y quién los otorgaba— y siempre me desanimaba con la calificación que yo misma me adjudicaba.
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Era capaz de valorar las buenas cualidades de los demás, dar gracias a Dios que había creado gente tan estupenda y disfrutar de lo que nos distingue a unos de otros.
* * * * * * En general tenía muy poco amor propio. Ni siquiera me ponía buena nota en las cosas que me agradaban de mí misma hasta que no las hubiera mejorado bastante. Era experta en encontrarme defectos. En ese momento surgió otro motivo de descontento. Me sentía decepcionada, frustrada, porque todas mis amigas —que por aquel entonces tenían entre 20 y 25 años— se habían casado y ya tenían hijos. Yo, en cambio, ni siquiera tenía una relación sentimental medianamente estable. Como no sabía si atribuir la culpa a Dios o a mí misma, andaba disgustada con ambos. Casi no soportaba estar en compañía de otras personas, pues al compararme con ellas las más veces se desnudaba alguna inhabilidad mía. Paradójicamente, yo también encontraba muchos defectos en los demás. Lo lógico hubiera sido que admirara sus cualidades, si tanto quería ser como ellos. Sin embargo, no fue así. De ahí que mi actitud negativa hacia los demás los llevara a guardar distancias conmigo. Eso me hacía sentir antipática e impotente. Había caído en un círculo vicioso. Cierta vez en que andaba muy bajoneada leí unos artículos de María Fontaine que trataban de los hábitos de pensamiento negativos y daban algunas pautas para reconocerlos y superarlos. Me causaron honda impresión. Tomé conciencia de las causas de mi descontento y me sentí motivada a hacer algo al respecto. El germen de la liberación fue tomar conciencia de que podía cambiar. La aplicación que ella hacía de los principios de la Biblia me llevó a reflexionar sobre mi vida desde una perspectiva totalmente distinta: agradecer a Dios por todos los bienes concedidos en lugar de estar quejándome de mis carencias. La gratitud desplazó al resentimiento. Pedí a Jesús que me dijera qué pensaba Él de mí y procuré ver las cosas desde Su óptica. Gracias a eso aprendí a comunicarme más profundamente con el Señor y paso a paso empecé a cambiar. Fui mudando de mentalidad y eso luego se tradujo a mi vida cotidiana. Al escuchar lo que me decía Dios llegué a entender que Él me había creado como soy, porque así lo había dispuesto; que Él realmente me amaba y no estaba empeñado en castigarme por todas mis faltas. Me integré a un pequeño grupo de oración en el que nos referíamos unos a otros las luchas que enfrentábamos a diario y rezábamos unos por otros. Gracias a esos ratos de oración me conecté con la energía divina y su poder transformador. Además recibí mucho estímulo y apoyo de parte de mis amigos del grupo. Eso en sí contribuyó a que adquiriera un concepto más sano de mí misma. Otra cosa que contribuyó a aumentar la confianza en mí misma y la empatía por los demás fue llegar a conocer mejor a algunas de las personas a las que envidiaba. Descubrí que sus vidas no eran tan perfectas como me había imaginado. A la larga todo se compensa. Comprendí que al haberme desembarazado de la envidia podía amar más plenamente a los demás. Era capaz de valorar sus buenas cualidades, agradecer a Dios porque había creado gente tan estupenda y disfrutar de lo que nos distingue a unos de otros. Tomé conciencia de que son simples rasgos distintivos; uno no es necesariamente mejor que el otro. Me llevó algún tiempo superar viejos hábitos —casi dos años desde que di los primeros pasos para cambiar hasta que se pudo percibir claramente una diferencia en mi actitud hacia la vida—, pero se hizo realidad. Mi perspectiva cambió a tal punto que actualmente puedo afirmar que estoy muy contenta y no envidio a nadie. Eso para mí es un milagro. Hoy, casi 10 años después, me alegra decir que mi transformación interior fue duradera. Tengo claro que ciertas cosas no son mis fuertes y lo acepto. Gracias a eso ya no me salgo de cauce cada vez que noto algo de mí que está lejos de ser ideal. La vida sigue mejorando y yo soy cada vez más feliz. Aprendí que a quienes buscan lo bueno en la vida y aprecian la belleza de los demás les acontecen más cosas gratas. También tengo claro que por medio del poder de Jesús puedo seguir progresando en los aspectos que tienen verdadera trascendencia. Es increíble cuánto podemos aprender y crecer cuando no estamos aquejados de esa paralizante enfermedad que es el derrotismo, la cual nace de la negatividad y el temor al fracaso.
Jessie Richards es directora de producción de Conéctate y de otras publicaciones de La Familia Internacional.
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Era capaz de valorar las buenas cualidades de los demás, dar gracias a Dios que había creado gente tan estupenda y disfrutar de lo que nos distingue a unos de otros.
* * * * * * En general tenía muy poco amor propio. Ni siquiera me ponía buena nota en las cosas que me agradaban de mí misma hasta que no las hubiera mejorado bastante. Era experta en encontrarme defectos. En ese momento surgió otro motivo de descontento. Me sentía decepcionada, frustrada, porque todas mis amigas —que por aquel entonces tenían entre 20 y 25 años— se habían casado y ya tenían hijos. Yo, en cambio, ni siquiera tenía una relación sentimental medianamente estable. Como no sabía si atribuir la culpa a Dios o a mí misma, andaba disgustada con ambos. Casi no soportaba estar en compañía de otras personas, pues al compararme con ellas las más veces se desnudaba alguna inhabilidad mía. Paradójicamente, yo también encontraba muchos defectos en los demás. Lo lógico hubiera sido que admirara sus cualidades, si tanto quería ser como ellos. Sin embargo, no fue así. De ahí que mi actitud negativa hacia los demás los llevara a guardar distancias conmigo. Eso me hacía sentir antipática e impotente. Había caído en un círculo vicioso. Cierta vez en que andaba muy bajoneada leí unos artículos de María Fontaine que trataban de los hábitos de pensamiento negativos y daban algunas pautas para reconocerlos y superarlos. Me causaron honda impresión. Tomé conciencia de las causas de mi descontento y me sentí motivada a hacer algo al respecto. El germen de la liberación fue tomar conciencia de que podía cambiar. La aplicación que ella hacía de los principios de la Biblia me llevó a reflexionar sobre mi vida desde una perspectiva totalmente distinta: agradecer a Dios por todos los bienes concedidos en lugar de estar quejándome de mis carencias. La gratitud desplazó al resentimiento. Pedí a Jesús que me dijera qué pensaba Él de mí y procuré ver las cosas desde Su óptica. Gracias a eso aprendí a comunicarme más profundamente con el Señor y paso a paso empecé a cambiar. Fui mudando de mentalidad y eso luego se tradujo a mi vida cotidiana. Al escuchar lo que me decía Dios llegué a entender que Él me había creado como soy, porque así lo había dispuesto; que Él realmente me amaba y no estaba empeñado en castigarme por todas mis faltas. Me integré a un pequeño grupo de oración en el que nos referíamos unos a otros las luchas que enfrentábamos a diario y rezábamos unos por otros. Gracias a esos ratos de oración me conecté con la energía divina y su poder transformador. Además recibí mucho estímulo y apoyo de parte de mis amigos del grupo. Eso en sí contribuyó a que adquiriera un concepto más sano de mí misma. Otra cosa que contribuyó a aumentar la confianza en mí misma y la empatía por los demás fue llegar a conocer mejor a algunas de las personas a las que envidiaba. Descubrí que sus vidas no eran tan perfectas como me había imaginado. A la larga todo se compensa. Comprendí que al haberme desembarazado de la envidia podía amar más plenamente a los demás. Era capaz de valorar sus buenas cualidades, agradecer a Dios porque había creado gente tan estupenda y disfrutar de lo que nos distingue a unos de otros. Tomé conciencia de que son simples rasgos distintivos; uno no es necesariamente mejor que el otro. Me llevó algún tiempo superar viejos hábitos —casi dos años desde que di los primeros pasos para cambiar hasta que se pudo percibir claramente una diferencia en mi actitud hacia la vida—, pero se hizo realidad. Mi perspectiva cambió a tal punto que actualmente puedo afirmar que estoy muy contenta y no envidio a nadie. Eso para mí es un milagro. Hoy, casi 10 años después, me alegra decir que mi transformación interior fue duradera. Tengo claro que ciertas cosas no son mis fuertes y lo acepto. Gracias a eso ya no me salgo de cauce cada vez que noto algo de mí que está lejos de ser ideal. La vida sigue mejorando y yo soy cada vez más feliz. Aprendí que a quienes buscan lo bueno en la vida y aprecian la belleza de los demás les acontecen más cosas gratas. También tengo claro que por medio del poder de Jesús puedo seguir progresando en los aspectos que tienen verdadera trascendencia. Es increíble cuánto podemos aprender y crecer cuando no estamos aquejados de esa paralizante enfermedad que es el derrotismo, la cual nace de la negatividad y el temor al fracaso.
Jessie Richards es directora de producción de Conéctate y de otras publicaciones de La Familia Internacional.
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