sábado, 21 de noviembre de 2009

Un hombre como pocos


Parecía un pequeño poblado. A un lado había una fila de edificios; y al otro, huertos bien cuidados. A lo lejos se divisaba una cancha de baloncesto. Aún más lejos, un vendedor ofrecía fruta. Avancé por el camino de tierra detrás de mi padre, que iba charlando con unos hombres. A nuestro paso se iban juntando grupitos. Clavaban la vista en nosotros y cuchicheaban. Siempre se quedaban mirando y susurrando.
------------------------Cuando miraba a cada uno, veía a un ser humano muy querido de Dios, a una creación única.------------------------ No sabía qué decían, pero seguí caminando, intentando no demostrar miedo. ¿Que si tenía miedo? ¡Claro! Yo era una chiquilla de quince años, y aquellos no eran hombres comunes y corrientes, ni aquella una aldea cualquiera. Se trataba de la penitenciaría nacional. Allí encerraban a los hombres y se olvidaban de ellos. Mi padre y yo seguimos caminando hasta llegar a una capilla. Unos pocos hombres ya estaban esperando sentados en los bancos. Era un día caluroso. Yo hubiera preferido estar en casa tomando naranjada y viendo la televisión en vez de tener que rehuir las miradas de aquellos tipos. Escuché a mi padre hablar con los reclusos. Él es afable por naturaleza. Se reían juntos con ganas, como hacen los hombres cuando se cuentan un buen chiste. El haber trabajado de marinero y por aquel entonces de orientador le ha dado una gran facilidad para conversar desinhibidamente con cualquiera, desde un político hasta un drogadicto; y a sus hijos nos enseñó a hacer lo mismo. Aun así, yo no lograba entender la pasión que lo impulsaba a visitar la cárcel tantos días a la semana. Mis padres se conmovían con las penalidades ajenas. Nuestra numerosa familia solo podía permitirse lo elemental y algún que otro lujo, pero cuando veíamos una necesidad procurábamos ayudar. Papá hablaba de construir un colegio en que se impartieran clases dominicales de catequesis a los desatendidos niños de los reclusos. Decía que intentaría organizar torneos deportivos, talleres y otras actividades para los condenados a cadena perpetua. Proponía que mis hermanas y yo participáramos en labores de caridad en orfanatos y hospitales. Siempre procura hacer cuando uno está en su presencia lo nota. Unos acordes rasgaron el silencio. Se puso a cantar: Señor Jesús, siempre me maravillo al contemplar Tu hermosa creación. El cielo, el mar y cada pajarillo son fiel reflejo de Tu perfección... Me hizo una seña con los ojos. Cuando llegó al estribillo, me puse a cantar, y también lo hicieron varios reclusos. Cerraron los ojos, como si visualizaran a un Dios de inefable amor, un Dios que gobernaba el universo entero y quería habitar en el corazón de cada persona. Mi alma te canta a Ti, mi Salvador: ¿Quién como Tú? ¿Quién como Tú? Seguidamente, mi padre leyó un pasaje de las Escrituras sobre Dios y Su amor, un amor tan poderoso que borra todo pecado y se manifiesta a cualquier pecador. Aquel día comprendí que para mi padre aquél no era un trabajo cualquiera, sino una misión a la que se consagraba. Me di cuenta de que se sentía obligado a andar entre los marginados, como hizo Cristo miles de años atrás. Daba igual que tuvieran un pasado reprensible y un futuro las cosas lo mejor posible. Cuando trabaja, siempre se esfuerza al máximo. Papá se dio la vuelta e hizo un ademán para indicarme que me acercara. —Ven a cantar conmigo -me pidió. Me situé a su lado frente a una muchedumbre de reclusos callados y expectantes. Sacó su destartalada guitarra, se la colgó de los hombros y buscó en el himnario la canción en la que estaba pensando. No es que esté particularmente dotado para la música, pero eso era lo de menos. Papá pone toda el alma en lo que hace, y sombrío. Cuando miraba a cada uno, veía a un ser humano muy querido de Dios, a una creación única. Y aspiraba a darles un presente mejor. Transcurrieron los años. Las visitas de papá a la cárcel eran momentos señalados en la vida de los presos. Muchos de sus sueños acabaron por hacerse realidad. Se organizó una liga deportiva; los propios internos empezaron a dar clases dominicales de catequesis a los niños. Gracias a la perseverancia de mi padre para crear conciencia entre el público de la difícil situación de los reclusos, personalidades del ámbito nacional visitaron el centro penitenciario y dedicaron tiempo y energías a alegrar y consolar a aquellos hombres que hasta entonces habían estado olvidados. Consiguió patrocinadores. Sus esfuerzos aparentemente insignificantes dieron lugar a una reacción en cadena que afectó favorablemente a miles de personas. Los presidiarios cambiaron. Gracias a ello, mi padre obtuvo acceso a todas las cárceles del país. Se desplazaba con frecuencia a aquellos oscuros rincones, sin dar tregua en su misión de esperanza. A veces bromeaba diciendo que si alguna vez lo encarcelaban por su fe, se sentiría como en su casa. Recuerdo un día en que le oí hablarle a mi madre de un hombre que había cumplido su condena y había quedado en libertad. Necesitaba un sitio donde alojarse mientras empezaba un negocio y reemprendía su vida, y papá quería ver si podíamos dejarle un cuarto en casa por un par de semanas. No me hacía mucha gracia la idea. Pero si alguna vez ha habido dos personas que prediquen con el ejemplo, son mis padres. Fue una obra de misericordia abrirle incondicionalmente a aquel hombre las puertas de nuestra pequeña vivienda y acogerlo en nuestra numerosa familia. Convivió con nosotros observándolo todo, como por ejemplo la peculiar manera en que los doce hijos nos congregábamos en torno a una mesa para ocho y tomábamos un típico desayuno filipino de arroz, omelette y pescado seco, escuchando a papá contar sus gastados chistes y leernos la Palabra de Dios. Cuando aquel hombre se marchó de nuestra casa, prometió dedicar su vida al Señor y ayudar económicamente a nuestra familia en la medida en que le fuera posible. Cuando por fin pudo abrir una panadería, cumplió su palabra y nos donaba con frecuencia pan recién horneado. Estos ejemplos me demuestran que papá transforma el mundo de la mejor manera posible: a escala personal. Desde luego tiene poder de convocatoria, pero su especialidad es conquistar corazones. Uno tras otro. Día tras día. Lo que impulsa a mis padres a persistir en esa labor a pesar de las muchas dificultades que afrontan es una pasión que yo cuestioné cuando me hice adolescente. Pero ya no. Hace tiempo que no vivo con ellos, y desde entonces guardo un montón de recuerdos parecidos a este de aquel día que fuimos a la cárcel. Ayer recibí un e-mail de mis padres y de mis hermanos que aún viven con ellos. Su labor voluntaria sigue siendo difícil, pero jamás se darán por vencidos. Para ellos es algo más que un trabajo; es su vida. Papá todavía trabaja muchas horas. Mamá sigue apoyándolo en todo momento. El apostolado e la cárcel avanza. Papá habla de llevar a los niños a recorrer todos los rincones del país, a descubrir lugares apartados e interesantes. Allí aprenderán a volcarse con los demás, a llevar una vida provechosa. Al pensar en todas las personas que han cambiado para bien a consecuencia de la constante labor de mis progenitores en servicio al prójimo dondequiera que van, en las duras y en las maduras, me acuerdo de Aquel que anduvo entre los hombres hace mucho tiempo con la misión de traer el amor de Dios a la Tierra. Jesús dijo: "Venid, benditos de Mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a Mí. [...] De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos Mis hermanos más pequeños, a Mí lo hicisteis" (Mateo 25:34-36,40). NYX MARTÍNEZ ES MISIONERA DE LA
FAMILIA INTERNACIONAL EN UGANDA

No hay comentarios:

Publicar un comentario