miércoles, 18 de noviembre de 2009

Un desconocido en el campus


Acababa de terminar la última clase de la tarde en el Fullerton Junior College y me dirigía a la playa de estacionamiento, donde había dejado el auto. Albergaba la esperanza de que el cálido sol californiano me aliviara el cansancio y me sosegara. Y parecía estar surtiendo efecto. Estaba contenta de que el día casi hubiera llegado a su fin y pudiera irme a casa, distenderme y disfrutar de un tiempo a solas. Pero antes de llegar al estacionamiento, tuve un encuentro aparentemente insignificante, que a la postre cambiaría mi vida para siempre. Un muchacho me ofreció un folleto que hablaba de Jesús. A decir verdad, el chico no era particularmente bien parecido, y enseguida me di cuenta de que encima era bien tímido. ¿Qué lo motivaba a acercarse a personas desconocidas como yo? ¿Qué sabía él de mí o de mi vida? ¿Qué le importaba? Su mensaje era sencillo: Jesús me amaba. Se me hizo patente que lo que me decía le brotaba de lo profundo del corazón; creía en ello con toda el alma. Lo que despertó mi admiración fue la convicción que lo impulsaba a superar su timidez. Al mismo tiempo, me molestaba que hubiera alterado mi momento de tranquilidad y se lo hice saber con un desaire. Ahora entiendo que el orgullo me impidió ser un poco más cortés o demostrar un poco más de interés en el mensaje sobre el amor de Dios que procuraba transmitirme. Le dije que no tenía tiempo para esas cosas y le di a entender que aquello me importaba un bledo. Pero a pesar de la áspera coraza que le presenté, mi corazón lo escuchaba. En el fondo creía cada palabra que me decía. ¡Qué forma de descorazonar a aquel pobre joven! Estoy segura de que luego de la humillación que le propiné debió de resultarle mucho más difícil abordar a otra persona. Desde entonces me pesa. También me apena el hecho de que nunca supo hasta qué punto me llegó al alma lo que me dijo aquel día. En todo el trayecto hasta llegar a casa y luego durante varios días me quedé pensando en él. Aunque era tímido y sencillo, comprendí que tenía algo que a mí me faltaba, algo hermoso y estupendo que lo movía a sonreír y a seguir hablándome a pesar de la humillación a la que lo sometí. Me avergüenza decirlo, pero tengo que admitir que yo ya conocía a Jesús en aquel momento. Ya había descubierto el amor del Señor, pero era muy orgullosa para hablar de Él con aquel muchacho o con nadie para el caso. De golpe deseé haber tenido tanto amor y compasión por los demás como tenía aquel desconocido. De repente deseé tener más fervor para que el Señor pudiera valerse también de mí. Me puse a indagar más sobre el Espíritu Santo y descubrí que lo único que tenía que hacer para obtener la unción era pedirla con fe. Así que una noche, a solas en mi habitación, recé por el don del Espíritu Santo. Lo pedí con toda el alma. Rogué que Dios me concediera la fuerza para ser lo que sabía que no era capaz de ser por mí misma. Le pedí que me llenara hasta rebosar del Espíritu, y lo hizo. Me puse a alabar al Señor desde lo profundo de mi ser e hice contacto con Él como nunca. Me pareció que nunca iba a poder dejar de derramar mi corazón delante de Él de esa forma, y no quería parar. Fue la experiencia más apasionante que he tenido. De todo aquello aprendí también que Dios no se fija en nuestro exterior, sino que mira nuestro corazón. Él sabe exactamente qué necesita cada uno de nosotros y está a la espera de que se lo pidamos para poder ayudarnos. Ya sea que te parezcas a aquel muchacho tímido, que necesitaba superar sus inhibiciones para comunicarse mejor con los demás, o que te asemejes a mí, que era tan orgullosa que fingía no necesitar la ayuda de Dios ni de nadie, Su poder transformador está apenas a una oración de distancia. Él puede ayudarte a lograr cosas que nunca creíste posibles y puede capacitarte para ser todo lo que podrías ser, todo ello por medio del Espíritu Santo. Por eso, si aún no has descubierto ese poder milagroso, no dejes que el orgullo te impida acceder a él. Y si ya lo tienes, da ocasión a Dios de servirse de ti para prestar ayuda a algún ser necesitado. Deja que Su amor y Su verdad se reflejen en ti. Podría transformar una vida para siempre, como me sucedió a mí. Terri Moore es misionera de la Familia.

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