domingo, 22 de noviembre de 2009

Un árbol de verdad


Los niños siempre habíamos querido un árbol de Navidad verdadero, uno bien alto y magníficamente decorado, como los que tenían las demás familias. Queríamos que tuviera luces con música, guirnaldas plateadas y adornos brillantes en sus ramas cubiertas de nieve. Y como es natural, que debajo de él abundaran los regalos. Mas al llegar diciembre, una vez más nuestra sala de estar seguía sin árbol. Los adornos nuevos eran muy costosos para una familia misionera como la nuestra, por lo que mamá desempolvó las cajas de los antiguos que teníamos, y con un poco de trabajo, los hizo lucir como nuevos. Luego se puso a confeccionar unos botines hechos de papel brillante rojo adornado con borlas de algodón. Mis hermanas menores le ayudaron a recortar y pegar. Hicieron 12 —uno para cada uno de los niños— y luego mamá los colgó de la baranda de la escalera. Mis hermanos lograron hacer funcionar las luces de colores una temporada más y las colgaron en la galería. Para el pesebre elaboramos figuritas de arcilla, que luego horneamos y pintamos. Alguien nos regaló un juego de tres querubines que complementaban muy bien nuestro pesebre hasta que los niños —todos empeñados en mover las figuras una y otra vez para ponerlas en la ubicación perfecta— tumbamos uno de los querubines, y se le rompió la cabeza. Una noche papá llegó a casa y anunció que había comprado un árbol de Navidad. Con curiosidad y expectativa, nos reunimos en la sala para inspeccionarlo. ¡Era nuestro primer árbol de Navidad! —Precioso, ¿verdad? —dijo papá con su entusiasmo habitual. —En realidad no era otra cosa que una maqueta de una conífera hecha de papel maché o lo que algunos llaman cartón piedra, como de unos treinta centímetros de alto. —¡¡¡Ese es nuestro árbol??? El desencanto se hizo patente en nuestras 12 caritas. —¡Pero es muy endeble! —Un poco raro. —Papá, eso no es un árbol de verdad. —¿Cómo así? Claro que es un árbol de verdad, cariño. Lo hicieron los presos de la cárcel. ¡Son capaces de hacer casi cualquier cosa! Les quedó muy bien, ¿no les parece? Papá no perdía la esperanza de contagiarnos su entusiasmo. —¡Y miren, compré un reno que hace juego con él! Con muchos aspavientos desempaquetó un reno hecho de periódicos reciclados. ¡Era típico de mi padre! Aunque no tenía mucho para gastar en cosas superfluas, siempre trataba de ayudar a quienes tenían todavía menos comprándoles sus artesanías. La venta del árbol y el reno permitiría a los reclusos contar con un poco de dinero para gastar con sus familias en Navidad, quizá para comprar pequeños regalos o una cena más sustanciosa para sus hijos. Mi padre se desempeña como capellán del sistema correccional de las Filipinas. En calidad de tal ha reunido muchos artículos de ese tipo hechos a mano. Por ejemplo, el año pasado trajo a casa un buque de guerra ­exquisitamente tallado en madera, que adornó un estante de nuestra biblioteca hasta que mis hermanos decidieron jugar a una batalla naval con él. El año anterior la casa se nos había llenado de botellas de vidrio que contenían miniaturas de diverso tipo: casitas construidas sobre palafitos, personas hechas de fósforos, unas palmeritas junto a una playa. Uno de mis hermanos juntaba periódicos y revistas para los artesanos y mis hermanas y yo les ayudábamos a vender sus hermosas tarjetas navideñas hechas a mano. Las ganancias se las entregábamos a sus familias. Y aquel año, en esa Navidad, ¡nuestro arbolito de verdad! —Si lo arreglamos y adornamos, a lo mejor queda bien —propuso una de mis hermanas. Lo colocamos sobre la mesita del teléfono, que era del tamaño perfecto para él. Mamá recortó unos adornos de cartón: estrellas, campanas... Un poco de pegamento con brillantina le dio un toque de vida. Me acordé de un par de palomas de plástico recubiertas con un tul blanco que había encontrado en una tienda mayorista, y también se las colgamos al árbol. Le pusimos unas lucecitas de colores, que centellaban alegremente sobre María, José, el niño Jesús y los tres querubines —uno de los pobres descabezado—. La Navidad cobró vida súbitamente en nuestro alegre hogar. Nunca lo olvidaré. Ese año fue un año difícil para nuestra familia, pero también uno de los más memorables. No llegamos a comprar un árbol de Navidad de verdad. En cambio, conseguimos uno que representaba fielmente el amor de nuestra familia. Aunque nuestro hogar nunca estuvo decorado con adornos costosos, sí abundaban en él las risas de niños felices y las melodías de villancicos navideños. Papá Noel nunca tuvo mucha acogida en nuestra familia, pero sí pillamos a mamá besando a papá cerca de ese árbol. Y en cuanto a los regalos de Navidad, lo que nuestros padres nos dieron no tiene precio. Pasamos muchos momentos felices en familia. Nuestros padres nos enseñaron que la Navidad era para entregarnos de corazón a los demás. Ese mismo amor desinteresado debiera teñir nuestra vida de esperanza, no solo a fin de año, sino todo el año, igual que un auténtico árbol de hoja perenne.Nyx Martinez es misionera de La Familia Internacional en Uganda.

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