sábado, 28 de noviembre de 2009

Simplemente porque lo dice Dios


La Palabra del Todopoderoso no puede fallar. Puedes fiarte de ella. Cuando capté ese principio por primera vez, me di cuenta de que a lo largo de los años la Biblia nunca había sido para mí un libro vivo, un libro vital, sino más bien una miscelánea de credos, doctrinas y dichos sabios plasmados en papel. Nunca había conocido la eficacia de la Palabra de Dios, ni había creído que pudiera obrar milagros. No sé por qué nadie me había revelado antes esas verdades. El hecho es que de repente nació una profunda convicción en mi alma, la certeza de que Dios no podía faltar a Sus promesas. Toda mi vida me había considerado cristiana, pero nunca había creído de verdad la Palabra de Dios ni había conocido a Cristo personalmente. Fue a raíz de un folletito que tuve esa gloriosa experiencia. Cristo entró a mi vida y me satisfizo completamente. Mi escepticismo se desvaneció, así como la sensación de futilidad y desencanto que me embargaba; y en su lugar surgió en mi corazón una insaciable sed espiritual. En aquel entonces yo era una inválida. Llevaba ya cinco años discapacitada. Varios médicos me habían declarado incurable. Sin embargo, después que acepté a Cristo y que mi fe cobró vida, empecé a acudir a Él para que me devolviese la salud. Recé para que me sanara y esperé a que me proporcionara alguna prueba de que había escuchado mi súplica y de que respondería a mi clamor. Como le sucede a mucha gente, necesitaba ver para creer. La Biblia, en cambio, enseña justamente lo opuesto: Hay que creer para llegar a ver. Dios me recordó ciertos versículos de la Biblia para indicarme que debía dar crédito a lo que Él decía sin apoyarme en los sentidos, simple y llanamente porque Él lo decía. De golpe tuve la convicción de que Él había oído mis oraciones y ya me había respondido, que había extendido la mano para sanarme, aunque mi estado físico no había experimentado ninguna mejoría. Era así simplemente porque lo decía Dios. ¡Con eso bastaba! Al tomar conciencia de ello, mi corazón estalló de alegría. En ese momento nació en mi alma algo que no ha cambiado hasta el día de hoy: una fe inquebrantable en la Palabra de Dios. Una y otra vez, tendida en la cama, repetí en voz baja: «Es la Palabra de Dios, ¡no puede fallar! Es la Palabra de Dios, ¡Él no puede faltar a ella!» Me pareció ver la Palabra de Dios desplazándose a lo largo de los siglos, invencible, infalible, inagotable, inextinguible. Una alegría que no acierto a describir me invadió el corazón cuando comprendí que contaba con un ancla firme a la que aferrarme. Me convencí de que Dios había obrado, pues yo había cumplido Sus condiciones. Ahí estaba Su promesa, clara y certera, de que no podía faltar a Su Palabra y de que no lo haría. Me propuse no dudar de ella. Entonces lo que me había prometido se cumplió al pie de la letra. ¡Me curé por completo! Fue bellísimo descubrir que «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Hebreos 13:8). Han pasado muchos años desde aquella experiencia, y todavía estoy en óptimas condiciones de salud. (Nota de la redacción: Virginia Brandt Berg tenía 29 años en el momento en que sanó. Después vivió otros 54 años, hasta los 83.) Jesús dijo: «Las palabras que os he hablado son espíritu y son vida» (Juan 6:63). Cuando tomamos conciencia de que la Palabra de Dios posee una fuerza vivificante, accedemos a una verdad que todo lo hace posible. «Dios no es hombre, para que mienta. […] ¿Acaso dice y no hace? ¿Acaso promete y no cumple?» (Números 23:19). Paralelamente, en 1 Reyes 8:56 dice: «Ni una sola palabra de todas las promesas [de Dios] ha faltado». ¡Tómate eso en serio! Fíjate en un versículo, en una promesa, y di: «¡Es cierto simplemente porque lo dice Dios!» Cualquiera que sea la necesidad que tengas en este momento, Él la satisfará. Te orientará a diario. Tu fe surgirá invencible, y tú también clamarás triunfante: «¡Es cierto simplemente porque lo dice Dios! ¡Y Él es capaz de cumplir Sus promesas!»

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