domingo, 22 de noviembre de 2009

REVISTA CONÉCTATE 65 AÑO 2006


Hace poco me tocó hacer frente a una crisis familiar, una situación límite que puso a prueba mi fe y perseverancia. No era una situación que pudiera resolverse en un día, en una semana ni en un mes siquiera. A la postre me obligó a reevaluar mi modo de afrontar todas las dificultades que nos depara la vida. Me tuve que plantear la pregunta: «¿Cuánto espera Dios que haga yo, y cuál es la parte que Él quiere que le encomiende a Él que haga en respuesta a mis oraciones? ¿Debo esforzarme más, o más bien orar más?» Generalmente procuro seguir esa máxima que dice: «Lo que puedo, lo hago; y lo que no, lo hace Dios». Digo procuro porque la verdad es que muchas veces se me hace más fácil esforzarme un poquito más en lo que considero que puedo hacer yo que esperar pacientemente a que Dios haga Su parte. En este caso en particular hice un esfuerzo adicional. Luego se me ocurrió que a Dios no le vendría mal una ayudita, y nadie más indicado que yo para dársela. Realicé entonces un esfuerzo aún mayor, pero acabé más contrariado y desilusionado que nunca, sin entender cuál había sido mi error. Por fin caí en la cuenta: Mis propios planes, llevados a cabo con mis propias fuerzas, sólo podían servirme hasta cierto punto, y de hecho no me habían llevado a ninguna parte comparado con lo lejos que hubiera podido llegar de haber seguido el plan de Dios y haberle dejado obrar como sólo Él sabe hacerlo. No cabe duda de que Dios espera que hagamos lo que está a nuestro alcance; pero aún en eso debemos aprender a apoyarnos en Su fortaleza y capacidad. Conviene que nos preocupemos de que nuestras obras no sean el fruto exclusivo de nuestros propios esfuerzos, que permitamos que Dios oportunamente decida lo que hay que hacer y cómo debe hacerse, y que confiemos en que Él lo hará por medio de nosotros. «“No con [tu] poder, ni con [tus] fuerzas, sino con Mi espíritu”, dice el Señor» (Zacarías 4:6). ¡Ese es el secreto de la felicidad y del éxito!GabrielEn nombre de Conéctate

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