miércoles, 18 de noviembre de 2009

Rescatada del abismo de la depresión


Cada día deseaba que fuera el último. Tenía 20 años, llevaba uno de casada y había dado a luz a nuestro primer hijo, un varón. Los médicos me dijeron que estaba atravesando la típica depresión posparto y que ya se me pasaría. Sin embargo, cada vez estaba peor. No tenía ganas de cuidar el bebé. No podía pensar en nada que no fuera muerte, sangre y dolor. Le tomé fobia a la luz del sol, a la noche y hasta a la lluvia. Me torné agresiva, criticona y desequilibrada emocionalmente. Mis relaciones con los demás se hicieron tensas. Me aislé de toda expresión de amor. En realidad todo eso había tomado raíz años antes, cuando era una chica tímida y temerosa, preocupada de no gozar de aceptación. Una vez que conseguí todo lo que solían anhelar las chicas de mi edad —un marido que me quisiera, un hermoso bebé, casa, auto y una vida cómoda—, me sentí terriblemente desdichada. Los hábitos y modos de pensar que cultivamos en nuestra niñez pueden conducirnos a situaciones muy peligrosas. Poco a poco mi estado empezó a mejorar, al menos en apariencia. Al cabo de casi tres años di a luz a mi segundo hijo. Esa vez me resultó más fácil. Pasaron cinco años más, durante los cuales siempre tuve clara una cosa: mis hijos eran una luz en medio de mi oscuridad. Entonces los síntomas de mi depresión se intensificaron. Empecé a mostrar indicios de esquizofrenia: tenía miedo y claustrofobia, veía visiones infernales y oía mentalmente voces malignas. La depresión me producía tales sentimientos de culpa que fácilmente me dejaba llevar por cualquier pensamiento negativo. Desde mi punto de vista, cuanto más negativo fuera un pensamiento, mejor. Era como una esponja lista para absorber las tinieblas. Bajé muchísimo de peso, y estaba continuamente en un peligroso estado de ánimo. Ya no podía ocultarme. Tenía que hacer algo. Busqué asistencia psicológica y psiquiátrica. Los médicos me recetaron unos medicamentos muy fuertes, pero cuanta más atención médica recibía, peor me ponía. Probé grupos de autoayuda, la hipnoterapia y todo lo que el dinero me pudo proporcionar. Pero nada me daba paz. Agradezco a Dios que mi esposo estuviera siempre a mi lado y nunca dejara de amarme. Nuestros familiares le decían que debía internarme en un psiquiátrico, pero no les hizo caso. En cambio, oraba todos los días para que me pusiera mejor. Sabía que si me internaba, nunca saldría de allí. Además de mantenernos a todos, mi marido tenía que ocuparse de los dos niños y ayudarme a mantener la casa razonablemente limpia. En el estado mental y emocional en que me encontraba no podía conducir, así que tampoco podía hacer las compras. Él también tenía que ocuparse de eso. Yo estaba tan mal que ni siquiera conseguía preparar una comida sin quemarla. Fue un milagro que no incendiara la casa. Además sufría los efectos colaterales de todos los medicamentos que tomaba: me mareaba, se me secaba la boca, tenía náuseas, migrañas, espasmos musculares y retorcijones intestinales. Al cabo de un tiempo hasta perdí mi capacidad motriz. Tenía que caminar por la casa apoyándome en las paredes para no caerme, o me quedaba sentaba inmóvil mirando el canasto de la ropa sucia sin poder hacer nada al respecto. Jesús era el único que podía salvarme. Y lo hizo. Conocí a unos misioneros de La Familia. En realidad eran vecinos nuestros, solo que nunca les había prestado mucha atención. Sus rostros reflejaban demasiado optimismo. Eran más luminosos de lo que yo podía soportar. Me caían mal, pero al mismo tiempo me fascinaban. Ahora me doy cuenta de que lo que me impedía acercarme a ellos era el miedo a que se fijaran en mí. Tenía miedo de que me amaran. Un día una pareja de La Familia conoció a mi marido en su oficina. «Lo que me cuentan es hermoso —les dijo él—, pero la que más lo necesita en realidad es mi esposa». Así que los trajo a casa. Yo tenía dudas de que su verdadera intención fuera ayudarme o de que siquiera fueran capaces de hacerlo; pero estaba en tan mal estado que no me quedaba más remedio que aceptarlo o rechazarlo. Gracias a Dios, lo acepté. Acepté a Jesús porque Él me aceptó primero (1 Juan 4:19). Aquel momento marcó el inicio de un cambio, pero no superé todos mis trastornos instantáneamente. Era como una bebita moribunda a la que había que atender con esmero para que poco a poco recobrara la salud. Mis nuevos amigos de La Familia hicieron eso por mí. Día tras día me animaron a leer la Biblia y otras publicaciones que me infundieran fe, como esta revista que estás leyendo. Al principio me resultó muy humillante, pero aprendí a pedir oración cuando sentía que me hundía. Me hice muy amiga de una de las mujeres. Ella era muy paciente y amorosa, pero tampoco se andaba con rodeos. Leíamos la Palabra juntas o hablábamos por teléfono todos los días. Le conté todas las cosas que me habían atormentado durante años. Finalmente encontré lo que había estado buscando desde hacía tanto tiempo, aunque no sabía qué era. Jesús puso en mi corazón y en mis labios una nueva canción. Naturalmente, por momentos la batalla espiritual arreciaba; y todavía sucede a veces, puesto que el Diablo estaba enojadísimo de haberme perdido. No dejaba de atormentarme con pesadillas, imágenes mentales perversas y pensamientos sórdidos. Una noche mi desconcierto y desesperación llegaron a tal punto que me eché de rodillas y recé: «Jesús, tengo que saber la verdad. Ya no soporto estos ataques. Si Tú no vas a solucionar mis problemas, si no me vas a librar de estas tinieblas, no quiero seguir viviendo. Transfórmame o sácame de este mundo». En ese momento abrí la Biblia y mis ojos cayeron sobre el Salmo 116. Fue como si aquellas palabras me hubieran brotado directamente del corazón. De ahí en adelante no volví a dar más crédito a las mentiras del Diablo. Di por hecho que el Señor cumpliría las promesas de Su Palabra. Empecé a llamar a los integrantes de La Familia todos los días para preguntarles dónde podía encontrar algún versículo para combatir al Diablo por medio de la Palabra. Y dio resultado. Durante años me había dejado embaucar por las argucias de Satanás, pero la Palabra lo ponía en evidencia y echaba por tierra sus planes. Como es lógico, él nunca me había dado soluciones de ningún tipo. Solo me había recriminado y me había arrojado al pozo de la depresión. Sin embargo, poco a poco, a medida que invocaba promesas de la Biblia y pedía al Señor que me diera la gracia y las fuerzas para hacer lo que tenía que hacer, todo se fue haciendo más fácil, y el Diablo cada vez tenía menos cosas de qué acusarme. Cada vez que me asediaba con un pensamiento deprimente le respondía con versículos que demostraban la falsedad de sus argumentos, como hizo Jesús cuando el Diablo lo tentó. Aunque me llevó casi dos años salir del pozo de la depresión, gracias a Jesús hoy soy otra persona. No hay ningún principio en Su Palabra que no sea válido, ninguna promesa que Él no cumpla. No puedo expresar cuánto lo amo. No puedo pensar en otra cosa que en Él y en lo portentoso que es. El Señor respondió las fervientes plegarias de mi marido, así como responde las de todos nosotros. Actualmente Giovana Pellizzaro forma parte integral de la obra de La Familia en Blumenau (Brasil). Salmo 116:1-9 1. Amo al Señor, pues ha oído mi voz y mis súplicas; 2. porque ha inclinado a mí Su oído; por tanto, le invocaré en todos mis días. 3. Me rodearon ligaduras de muerte, me encontraron las angustias del Seol [Infierno]; angustia y dolor había yo hallado. 4. Entonces invoqué el nombre del Señor, diciendo: «Oh Señor, libra ahora mi alma». 5. Clemente es el Señor, y justo; sí, misericordioso es nuestro Dios. 6. El Señor guarda a los sencillos; estaba yo postrado, y me salvó. 7. Vuelve, oh alma mía, a tu reposo, porque el Señor te ha hecho bien. 8. Pues Tú has librado mi alma de la muerte, mis ojos de lágrimas, y mis pies de resbalar. 9. Andaré delante del Señor en la tierra de los vivientes.

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