viernes, 13 de noviembre de 2009

Prioridades


William Gladstone (1809-1898) fue primer ministro del Reino Unido en cuatro ocasiones y uno de los políticos más prestigiosos de su época. Su activismo cristiano también le acarreó fama. Se cuenta que todos los días, cuando subía la escalinata del Parlamento, compraba un periódico a un muchachito y le decía unas palabras alentadoras acerca del amor de Jesús. Un día, cuando entraba al Parlamento acompañado de su secretario, otro chiquillo vendedor de periódicos se le acercó corriendo y exclamó: —Señor ministro, ¿recuerda al muchacho que le vende aquí el periódico todos los días? Ayer lo atropelló un carruaje y está gravemente herido. Se va a morir y quiere que usted vaya para hacerle entrar. —¿«Hacerle entrar»? ¿Cómo así? ¿Qué quieres decir con eso de «hacerle entrar»? —le preguntó el ministro. —¡Hacerle entrar en el Cielo, claro! — le respondió el muchacho. En ese momento, el secretario de Glad­stone protestó: —No, no. Usted no tiene tiempo para ver a un vendedor de periódicos. Sabe lo importante que es el discurso que tiene que pronunciar hoy. ¡Podría alterar el curso de la Historia! Gladstone vaciló por un momento y dijo: —Un alma inmortal vale más que mi discurso en el Parlamento. Dicho esto, se dirigió a la buhardilla donde el muchacho agonizaba. Gladstone rezó con él para que aceptara a Jesús y lo hizo entrar. Al rato el pequeño repartidor murió. Cuando regresó al Parlamento, se había desatado un acalorado debate. Gladstone pronunció su discurso, y su partido ganó la votación. Después su secretario le preguntó: —Señor ministro, ¿cómo pudo usted ausentarse de la sesión y arriesgarse a perder la oportunidad de pronunciar un discurso de tal envergadura? Gladstone respondió: —El discurso de hoy era algo muy bueno y de suma importancia; pero que ese chiquillo se salvara y fuera al Cielo era todavía mejor y, desde luego, más importante.
David Brandt Berg (D.B.B.)
Para comprender la vida de un hombre es necesario no solo saber lo que hace, sino lo que deja adrede sin hacer. El trabajo que es capaz de realizar el cuerpo o el cerebro de un hombre tiene un límite. Es, pues, de sabios no malgastar energías en empresas para las que uno no está dotado; y es aún más de sabios, de entre todas las cosas que un hombre es capaz de hacer bien, escoger la que hace mejor y perseverar en ella. Hay un sola cuestión de fondo: Cómo poner la verdad de la Palabra de Dios en contacto vital con la mente y el corazón de los hombres, sean de la clase que sean.

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