domingo, 22 de noviembre de 2009

Pobre de mí



Pobre de míDavid Brandt Berg
Esta mañana me sentía abatido y decepcionado. Mi esposa se dio cuenta y ahí no más se puso a cantar alegremente:
Anímense, santos de Dios, no hay motivo de preocupación, no hay nada que temer, no hay razón para dudar. Nuestro Dios nunca nos ha fallado.¿Por qué no cantan y confían en Él? ¡Mañana se alegrarán de haberlo hecho! Lo que ocurre cuando nos deprimimos es que, al hablar de la situación, por lo general terminamos expresando quejas, dudas y derrotismo. Eso fue lo que hice cuando contesté: «¡Ríndanse, santos de Dios, no hay motivo de alegría!» Lo estaba diciendo medio en broma, aunque eso manifestaba más o menos lo que sentía, y por unos momentos hasta me pareció gracioso. «¡Pooobre de mí!» Al adoptar esa actitud generalmente lo que pretendemos es llamar la atención e inspirar lástima. Cuando los hijos de Israel se quejaban en el desierto, querían que Moisés y el Señor se compadecieran de ellos (Éxodo 16:2,3). Nos sentimos heridos en nuestro orgullo, nuestro amor propio se desinfla, nuestra confianza en nosotros mismos flaquea un poco y nos entra la duda de si no será todo un error. A lo mejor es que nunca tenemos razón en nada. Entonces aparece la señora Duda con todos sus hijitos, y el Diablo con todos sus diablillos, arrimamos unas sillas y los invitamos a conversar. Al final terminamos dándoles la razón: «Admito que nunca he sido muy buen cristiano. ¿Para qué le puedo servir yo a Dios? La verdad es que no he cosechado muchos triunfos, y me falta mucho para ser perfecto. Soy una calamidad. Mejor será que me dé por vencido». Eso nos pasa porque fijamos los ojos en nosotros mismos en vez de poner la mira en el Señor. Hacemos introspección en vez de cielospección. Nos ponemos a pensar tanto en nosotros mismos y en nuestras faltas, debilidades, errores y pecados que nuestra realidad nos hunde. El Diablo, nuestro adversario espiritual, enemigo de la felicidad, puede decirnos muchas verdades horribles sobre nosotros, eso sin mencionar las mentiras con que nos bombardea. Si nos ponemos a escucharlo, es el cuento de nunca acabar. Si le prestamos oído, es capaz de pintarnos aún peores que como somos en realidad, y eso que ya somos bastante malos. Luego escuchamos a quienes nos critican. Hasta puede que un amigo o un familiar nos desanime sin querer con alguna observación hecha al pasar que nosotros malinterpretamos. Y el Diablo abulta el incidente hasta que nos dan ganas de darnos por vencidos. Eso me recuerda algo que dijo el rey David: «Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl» (1 Samuel 27:1). ¿Cómo habría podido el rey David componer una canción con esa letra? Habría sonado espantosa: «Algún día me matarán. Terminarán por derrotarme. Al final el Diablo acabará conmigo. Un día mis enemigos me asesinarán. Pensándolo bien, tal vez no merece la pena. Dios me ha defraudado. Soy un fracasado. Más me vale darme por vencido». Esa era precisamente la intención del Diablo, persuadir a David, con un aluvión de dudas y autocompasión, para que arrojara la toalla. ¿Cómo habría podido componer una canción con semejante letra? ¡Menudo canto lúgubre habría sido, interpretado en una triste tonalidad menor! Supongo que por eso no se encuentra nada por el estilo en ninguno de sus salmos. Evidentemente lo dijo, porque lo registra la Biblia. Fue uno de esos pequeños exabruptos inspirados por el Diablo que se nos escapan antes que podamos reaccionar y descubrir lo mal que suenan. Al menos tuvo la sensatez de no ponerle música ni ponerse a cantar en esa tónica. Por el contrario, David adopta en el libro de los Salmos una actitud positiva. Hace frente a sus enemigos y alaba al Señor a pesar de sus dificultades, convencido de que al final Dios lo solucionará todo, puesto que lo ha prometido y siempre lo ha hecho. Cuando estamos abatidos, el Diablo nos hace enojarnos con la verdad, pues está a punto de verse derrotado por ella. Nos hace disgustarnos precisamente con las personas que nos quieren ayudar, pues cuando están intentando alegrarnos no podemos disfrutar tanto de nuestra desdicha. Nos da vergüenza que nuestro derrotismo se vea tan mal al lado de la actitud victoriosa que ellas tienen, y tratamos de disimularlo con un arranque de furia contra ellas, o buscando faltas en ellas, en otras personas y en todo, hasta en Dios, para justificar nuestros gruñidos. Así pues, esta mañana tuve el impulso de enfadarme con mi esposa cuando ella se esmeraba por levantarme el ánimo con esa canción, y le respondí: «Ah, ¿sí?», y en son de broma me puse a cantarla al revés: «Ríndanse, santos de Dios, no hay motivo de alegría, todo debe hacernos temer, todo es razón para dudar...» Hasta ahí sonaba un poco cómico, pues evidenciaba mi actitud desafiante y mi pecado. Pero cuando llegué a la siguiente frase y vi adónde iría a parar si seguía cantando la canción a la inversa, me asusté y preferí no seguir en esa veta; porque sabía que Dios no estaba equivocado y que nunca me había fallado. ¿Cómo iba a cantar: «Nuestro Dios siempre nos ha fallado. ¿Por qué no dudan y murmuran? ¡Mañana les pesará haber confiado en Él!»? Si hay algo de lo que estoy seguro es que Dios nunca me ha fallado, y siempre me he alegrado de haber confiado en Él. Sabía, pues, que aquello era mentira, y que por muy deprimido que me sintiera no podía interpretar la canción al revés. Sencillamente no era verdad. Fíjate en la mentira tan horrenda en que se convierte esa cancioncilla cantada al revés. El Diablo siempre actúa así: al principio se muestra muy inocente y veraz; se infiltra con una tontería que parece de lo más inocente; pero viendo el horror al que nos lleva, empezamos a reaccionar y a despabilarnos. Nos produce tal conmoción que tomamos conciencia de lo mentiroso que es y del estado tan deplorable al que estamos llegando. Gracias a Dios por las sacudidas que Él nos da cuando caemos en la cuenta de las barbaridades que estamos diciendo y haciendo a causa de alguna duda inicial, algún resquemor o desobediencia insignificante. Una de las cosas que me hicieron reaccionar fue tomar conciencia del pésimo ejemplo que estaba dando a mi esposa, quien intentaba infundirme valor y levantarme el ánimo mientras yo me resistía. Aunque lo dije medio en broma, el peligro de hundirla a ella conmigo terminó por sobresaltarme y hacerme entender que tenía que obtener la victoria aunque sólo fuese por el bien de ella. Mi abuelo decía: «Si te vas a ir al infierno, por lo menos vete solo y no hagas tropezar a otros». Pero eso es imposible, pues si te vas al infierno seguro que arrastrarás a otros contigo. Todos ejercemos influencia. «Ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí» (Romanos 14:7). Nuestra vida afecta inevi­tablemente a los demás. Ningún hombre es una isla. Todos influimos en los demás, aun cuando parece que estamos solos. A veces una simple palabra, una mirada o una sonrisa tienen un efecto tremendo; un gesto, nuestro tono de voz, la impresión que causamos... De no tener una actitud alegre, victoriosa y alentadora, fácilmente podemos afectar a otros y hundirlos. Cuando les levantamos el ánimo a los demás, los estamos acercando a nuestro nivel; cuando se lo bajamos, también. Una pequeña duda, una pizca de temor, una pequeña queja o un poco de desaliento pueden ir en aumento hasta dejarnos completamente abatidos y llevarnos a ejercer una influencia muy negativa en los demás. Y la cosa no para hasta que damos contra el fondo, a menos que nos arrepintamos, reaccionemos, le pidamos perdón a Dios, nos quitemos de encima la carga de mentiras diabólicas, dudas, temores y desánimo, sigamos a Jesús y Su Palabra y nos aferremos a Sus promesas. El futuro es tan brillante como las promesas de Dios. Nuestra actitud es positiva o negativa, lo uno o lo otro. No puede ser un poco de cada. El Diablo nos dice: «No hace daño estar algo deprimido, sentir un poco de lástima de uno mismo. Al fin y al cabo, mereces disfrutar de cierta aflicción para que los demás se compadezcan un poco de ti. ¿Por qué no? La desgracia busca compañía. Amarguémosles un poco la vida a los demás para disfrutarlo todos juntos». En cuanto nos ponemos a escuchar al Diablo, estamos perdidos, porque es el cuento de nunca acabar. No se detiene hasta habernos sumido en la más honda desesperación. Terminamos totalmente derrotados, convertidos en un oprobio para la causa de Cristo y una carga para cuantos nos rodean. Así pues, amigo, cuando estés deprimido, por lo que más quieras, no murmures, no te quejes ni expreses verbalmente tus dudas y temores. Puede que los demás ya estén abrumados de preocupaciones. No vayas a ser la gota que colma el vaso. Como no fijemos la vista en el Señor y pensemos constantemente en Su Palabra, estamos destinados a la derrota, la duda, la desilusión y el fracaso.
Si quieres ser feliz en la vida, compañero, pon la mira en la rosquilla, y no en el agujero.
Fija la mirada en el Cielo. Mantén los ojos puestos en la meta, seguro de la victoria. Canta siempre, nunca dudes. Cuando el Diablo quiera desanimarte y deprimirte, ¡lucha! No le escu­ches siquiera, y desde luego no te rindas. Ponte a hacer algo positivo. Di algo alegre y alentador, como hizo mi esposa conmigo esta mañana cuando se lanzó a cantar dulcemente, lo mejor que pudo, para recordarme que confiara en el Señor.
Solo Cristo satisface, solo Él y nadie más. Cada carga en bien se torna cuando sé que Él cerca está.
La versión completa de Pobre de mí se ha publicado en Mayores victorias, librito de Aurora Production.

No hay comentarios:

Publicar un comentario