lunes, 2 de noviembre de 2009

Pies de fe


(Carta dirigida a un matrimonio cuyo nene nació con los pies deformes.) Queridos amigos: Los apoyamos con nuestras oraciones por los pies de su recién nacido. El Señor ha prometido con respecto a los pies: «¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salvación, del que dice a Sion: "¡Tu Dios reina!"» (Isaías 52:7.) Recuerden que nada ocurre accidentalmente. Dios tiene un propósito en todo lo que hace, aunque solo sea obligarnos a ejercitar nuestra fe y demostrarla para aliento de quienes nos rodean. Es posible que el Señor les tenga reservado ese ministerio. A Él le hacen falta más cristianos que posean el don de curación, no sólo para nuestro propio beneficio, sino también para estimular la fe de los no creyentes y llevarlos a confiar en el Señor. «No seas, pues, incrédulo, sino creyente» (Juan 20:27). Hace unos momentos, al orar acerca de ustedes y de su hijo, el Señor me recordó el siguiente verso de la Biblia, tomado del evangelio de Juan, en que se relata la curación de un ciego: «No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él» (Juan 9:3). ¿Hay algo difícil para el Señor? En absoluto; esto es una pequeñez para el Creador del universo (Jeremías 32:27). Si Él formó al bebito, ciertamente puede enderezarle los pies. ¡El que lo creó indudablemente que puede sanarlo! Les recomiendo que oren fervientemente por la sanación de su hijito, quizá con otras personas. Y confíen plenamente en un milagro. Hagan ustedes lo que puedan, que en este caso es orar; el resto depende de Dios. «Nada hay imposible para Dios», y «al que cree todo le es posible» (Lucas 1:37; Marcos 9:23). Confíen en el Señor. Él nunca falla. «No ha faltado a ninguna de las promesas que hizo» (1 Reyes 8:56, Biblia Latinoamericana). Mi familia y yo hemos padecido muchas enfermedades y heridas graves, pero Dios siempre nos ha sanado. «Muchas son las aflicciones del justo, pero de todas ellas le librará el Señor» (Salmo 34:19). Cuando yo tenía tres años de edad, un auto me aplastó el pie causándome graves daños. Según el diagnóstico médico, la llanta me había triturado muchos de los huesos del pie, y no podría volver a caminar. Pero mis padres, que tenían una profunda fe en Dios, rezaron, y desde entonces he caminado sin ningún inconveniente. El Señor me curó del todo. Me dejó el pie intacto, como si los huesos nunca se hubieran quebrado. Una vez trabajé para uno de los cristianos más extraordinarios que he conocido, el Dr. Michelson. Era el hombre más humilde, trabajador, compasivo y cariñoso que he conocido, un célebre misionero entre la comunidad judía de los Estados Unidos. Fundó la primera sinagoga hebreo-cristiana y fue productor de un programa de evangelización que se emitió por cientos de emisoras a escala internacional, un hombre que conquistó a miles de personas para el Señor y por lo cual —no me cabe duda— obtuvo una gloriosa recompensa en el Cielo. Sin embargo, ese gran hombre tenía un pie totalmente deforme, de tal manera que tenía que andar en muletas víctima de un continuo dolor. A lo mejor por eso se compadecía tanto de los demás. Consolamos a otros con el consuelo que nosotros mismos hallamos en Dios (2 Corintios 1:4). ¿Cómo podemos ser más que vencedores? ¡Siendo buenos perdedores y alabando a Dios aun en nuestra aflicción! El Dr. Michelson tenía una fe milagrosa para ganar almas y conseguir apoyo económico para misioneros de diversas partes del mundo. Rezó por muchas personas que luego sanaron, pero por lo visto nunca tuvo fe para su propia curación. ¿Quién puede, entonces, entender la voluntad de Dios? No nos queda más que creer Sus promesas, orar y esperar con confianza alguna respuesta del Cielo. A veces estas penas nos sobrevienen para acercarnos mucho más al Señor, para mantenernos humildes y enseñarnos a depender más de Él, y para ayudarnos a crecer espiritualmente. Sea como sea, Dios tiene una intención benévola en todo ello, porque nos ama. Por eso dice que, cuando hayamos aprendido lo que Él quiere enseñarnos o cuando las condiciones sean propicias para llegar al resultado que Él persigue, Él prefiere que nos curemos (Hebreos 12:13). Dios prefiere curar. Quiere curarnos, pero también desea convertirnos en mejores personas a través de nuestros dolores y pesadumbres. En esencia, Él quiere que le dejemos obrar Su propósito en nosotros. Algunas personas tuvieron que esperar pacientemente años hasta que llegaron Jesús y Sus discípulos trayéndoles sanación. Pero llegado el momento oportuno, el Señor hizo el milagro. Ello se hace patente en la curación del hombre que era cojo de nacimiento, que derivó en la conversión de 5.000 almas en un solo día y puso a la Iglesia primitiva camino a la gloria (Hechos 3:1-12; 4:4). Así que ¡cuenten con un milagro para la gloria de Dios! Escudriñen las Escrituras y vean el significado de estos versículos: «Los cojos arrebatarán el botín» (Isaías 33:23); «Entonces el cojo saltará como un ciervo» (Isaías 35:6); «A vosotros los que teméis Mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en Sus alas traerá curación» (Malaquías 4:2). Jesús incluso llegó a decir que como prueba de Su mesiazgo había hecho andar a los cojos (Mateo 11:5). Dios también prometió: «Yo soy el Señor tu sanador» (Éxodo 15:26), «quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias» (Salmo 103:3). No hay excepciones: ¡Dios puede sanar cualquier trastorno o dolencia! ¡Los milagros no son cosa del ayer! Nuestro Dios todavía es un Dios de milagros. En nuestro diario apostolado generalmente hacemos más hincapié en los milagros de salvación y en la transformación espiritual de la gente; pero Dios todavía se dedica a reparar los cuerpos que precisan arreglo, así como a transformar el corazón, la mente y el espíritu. Yo mismo soy testimonio vivo de Su poder curador, puesto que fui desahuciado hace mucho tiempo. A los 22 años de edad sufría tanto del corazón que los médicos me prescribieron guardar cama para que pudiera vivir quizá un año. No obstante, prometí servir al Señor si Él me sanaba. Y desde entonces trabajo para Él. Ahora, al cabo de 30 años [1971], gozo de mejor salud que nunca. Jesús nunca incumple lo que promete. Dios no solamente es capaz de hacerlo, sino que lo desea. Está más dispuesto a dar que nosotros a recibir. «No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene grande galardón; porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa» (Hebreos 10:35,36). ¡Tengan fe en Dios! Él nunca falla, aun cuando somos infieles. Crean Su Palabra. Él dice: «Mandadme» (Isaías 45:11). ¡Exijan una respuesta! ¡Aguárdenla con expectación! Dios ha prometido responder. Además, recuerden que todas las cosas redundan en bien para los que aman al Señor (Romanos 8:28) y que este lance desdichado también es para la gloria de Dios. Ámenlo, confíen en Él y alábenlo más que nunca. Sé que no los decepcionará. Él no puede desdecirse. Tiene que cumplir Su Palabra. Recuérdensela, aférrense a Sus promesas, apréndanselas de memoria y repítanlas continuamente. No duden ni por un instante que Dios va a responder, ¡y lo hará! Está obligado a hacerlo. Quiere hacerlo. Confíen en Él. Y agradézcanle la respuesta, aunque no la vean enseguida. La fe que manifiesten es mucho más preciosa que el oro (1 Pedro 1:7). ¡Dios los bendiga rezare por ustedes.
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