viernes, 13 de noviembre de 2009

Para... mira... Escucha


Tomaríamos decisiones mucho más acertadas y llegaríamos a ellas con más facilidad si en vez de razonar las cosas por nuestra propia cuenta nos tomáramos un tiempo para orar. Dios tiene todas las soluciones. Rezar no consiste solamente en arrodillarse y decir uno todo lo que quiere, sino más que nada, dejar que Dios nos diga lo que Él quiere. Cuando así hacemos, Él nos guía y nos instruye. Si de veras quieres escuchar al Señor, Él te hablará. Pero para que eso ocurra, es preciso tomar un momento de recogimiento a solas con Él en algún lugar; tomar un rato de silencio. Él dice: «Estad quietos, y conoced que Yo soy Dios» (Salmo 46:10). «En quietud y en confianza será vuestra fortaleza» (Isaías 30:15). ¿Cuántos ratos pasas tú en «quietud y confianza»? Ahora bien, tampoco hace falta que nos postremos de rodillas y nos pongamos a orar frenéticamente para que Dios nos oiga. Orar debe ser algo continuo, independientemente de lo que se esté haciendo. Los momentos de quietud son importantes, pero no se puede esperar hasta que se den las condiciones ideales o se haya terminado de hacer esto o aquello para ponerse a orar. A veces hay que hacerlo mientras se hace otra cosa. Es como pensar mientras realiza uno sus actividades habituales. Si estás que echas chispas, confundido y perturbado, es que no estás confiando. No tienes la fe que debieras. La confianza es una imagen de perfecta paz y serenidad, tanto en el plano físico como en la esfera mental y espiritual. Aunque tengas que seguir trabajando, tu actitud y tu espíritu estarán sosegados. La confianza plena en el Señor nos permite gozar de paz en medio de la tormenta, disfrutar de calma en el ojo del huracán. Me acuerdo de un concurso de pintura que se celebró una vez en que se pedía a los artistas ilustrar el concepto de la paz. La mayoría de los participantes presentaron escenas campestres en las que reinaba una tranquilidad absoluta. Esa es una faceta de la paz. Sin embargo, la paz más difícil de lograr es la que retrataba el cuadro galardonado. Representaba los rápidos de un río, rugientes, atronadores, cubiertos de espuma por la violencia de la corriente, un lugar espeluznante. No obstante, en una ramita que se extendía sobre el trepidante río, se apreciaba un bellísimo nido en el cual, a pesar del convulsionado torrente, un pajarillo gorjeaba serenamente. Es en esos momentos cuando se pone a prueba nuestra fe: en medio de la tormenta. ¡Cuántos personajes de la Biblia tuvieron que aprender a escuchar a Dios y aguardar a que Él obrara!: David, Moisés, Noé, Abraham, el apóstol Juan, y el propio Jesús, por nombrar unos pocos. David se pasó veinticuatro años trabajando para el inútil del rey Saúl. Y el Señor se valió del mal ejemplo de éste para enseñarle muchas cosas a David. Saúl en muchos casos se ponía impaciente y por pretender hacerlo todo con sus propias fuerzas, al final descubrió que éstas no le bastaban. David aprendió que tenía que dejar a Dios hacerlo todo y aguardar a que Él obrara. Cuando Moisés era apenas un novato de escasos cuarenta años se creyó perfectamente capacitado para emprender la tarea que tenía entre manos. Sin embargo, armó un lío colosal y tuvo que huir para salvar el pellejo. Pasaron otros cuarenta años antes que Moisés escarmentara y aprendiera que tenía que depender de Dios (Éxodo, capítulos 2 y 3). Después se vería frente a millones de personas que aguardaban instrucciones suyas en pleno desierto: —¿Qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber? ¿Adónde vamos? ¿Qué hacemos? Y ¿qué se le ocurre a Moisés en ese momento? Se retira a la cima de la montaña y se pasa allí cuarenta días seguidos con el Señor. ¿Qué habría sucedido si hubiera pasado todo ese tiempo impaciente y nervioso? «¿Y si algo anda mal? Debo regresar. ¿Qué va a pasar si Aarón labra un becerro de oro?», que fue precisamente lo que sucedió. Luego, cuando Moisés se alteró y rompió las tablas en que Dios había escrito los Diez Mandamientos, tuvo que pasar otros cuarenta días en la montaña, en quietud y silencio, para volver a obtenerlos. (El relato íntegro se encuentra en Éxodo 24:12-18 y en los capítulos 32 y 34). ¿Quién sabe cuántos años estuvo Noé orando de los 120 que tardó en construir el arca? Algún tiempo tuvo que pasar a solas con el Señor. De lo contrario no habría podido recibir todas las instrucciones para armar aquella embarcación. Seguramente Dios le dio las pautas y medidas exactas para cada centímetro de la misma, y él se pasó 120 años montando su nave con toda la calma del mundo. Habría podido ponerse nervioso pensando que la lluvia se desencadenaría de un momento a otro y construirla chapuceramente. A nosotros a veces nos parece demasiado pasarnos 120 días preparándonos para algo. Sin embargo, él dedicó 120 años a escuchar al Señor y construir el arca. Noé tenía una fe tremenda (Génesis 6:11-22 y capítulo 7; Hebreos 11:7). Considera los años que pasó Abraham, «el padre de la fe» (Romanos 4:11,16), en los campos apacentando el ganado. Con razón escuchó al Señor: tuvo tiempo de sobra para hacerlo. Jesús mismo pasó treinta años de Su vida preparándose para Su ministerio público, que apenas duró un poco más de tres años. En el albor de su misión se internó en el desierto y estuvo allí cuarenta días y cuarenta noches completamente solo, sometido a prueba por el Diablo. Primero tuvo que derrotar al Diablo (Mateo 4:1-11). Si uno primero no se retira a solas con el Señor y vence al Diablo, no consigue nada. El apóstol Juan escribió el Evangelio que lleva su nombre. Semejante tarea le tuvo que haber demandado algún tiempo con el Señor. Su obra maestra —el Apocalipsis— prácticamente la escribió el Señor mismo durante el exilio al que fue condenado Juan en la isla de Patmos. Vale decir que la obra cumbre del apóstol Juan consistió en dejar que el Señor lo dirigiera, lo dijera y lo revelara todo. Los campesinos necesitan mucha paciencia y fe. No pueden pretender que todo suceda en un día. Les es preciso esperar pacientemente a que crezcan los cultivos o a que los animales produzcan. La mayor parte del trabajo la hace Dios. Él es quien manda la lluvia, hace salir el sol, hace crecer lo sembrado y hace que los animales produzcan. Lo único que les resta a los campesinos es despreocuparse y confiar en el Señor. Deberíamos seguir el ejemplo de ellos. Hay quienes siempre tienen que estar activos, siempre haciendo algo. Pero si estamos muy ocupados para orar, estamos excesivamente ocupados. Si estamos tan ocupados que no podemos pasar un rato a solas con Dios, orando, es que estamos demasiado ocupados. Como si el sirviente de un rey le dijera: —Lo siento, su majestad, pero hoy estoy tan ocupado sirviéndoos que no tengo tiempo de escuchar vuestras órdenes. La tarea más importante que tenemos es escuchar al Rey. No le corresponde al Rey andar detrás de Sus siervos gritando y tronando para que hagan lo que Él quiere. Hay que acercarse a Él callada y respetuosamente, presentarle la petición y aguardar la respuesta en silencio. Debemos respetar y reverenciar al Señor, y tratarlo como el Rey que es. Uno demuestra tener fe deteniendo toda actividad y esperando a que Dios obre. «Estad quietos, y conoced que Yo soy Dios» (Salmo 46:10). «[Os rogamos] que procuréis tener tranquilidad» (1 Tesalonicenses 4:11). «Calle delante de Él toda la Tierra» (Habacuc 2:20). En una ocasión hasta en el Cielo se hizo silencio (Apocalipsis 8:1). El mundo vive en una prisa constante. Es una conjura del propio Diablo: acelerar el mundo, hacer lo que sea para que todo se mueva más rápido. La velocidad a la que se mueve el mundo apenas si ha variado desde que Dios lo creó. A Dios nunca le entró prisa: la tierra todavía gira a la misma velocidad cada día. Dios no ha acelerado las estaciones ni los años en lo más mínimo. El hombre es el que lo está acelerando todo y, como consecuencia, el mundo va raudo camino de la destrucción. Aminoremos, pues, la marcha. Tomémoslo con calma. Y sobre todo, detengámonos a escuchar y esperar. Para, mira y escucha. En algunos países se ven letreros así en lugares peligrosos, cruces, pasos a nivel, en puntos críticos en que se produce una alteración de lo habitual, una interrupción de la marcha, un corte de la carretera. De no ser por esas advertencias, atravesaríamos la vía férrea como si nada y podríamos terminar arrollados por un tren expreso. Algunos dirán: «No tengo tiempo para parar, mirar y escuchar». Pero si no lo hacen, es posible que no lleguen a su destino. ¿Qué es más fácil? ¿Tratar de cruzar antes que pase el tren, abrirse paso a través de él, saltar por encima, o simplemente parar, observarlo mientras pasa, aguardar unos minutos hasta que se aleje y proseguir tranquilamente el viaje? No da ningún resultado tratar de forzar la situación y empeñarse en abrirse paso. De nada sirve correr de un lado para otro, impacientarse y ponerse nervioso por tratar de llegar a algún sitio para hacer algo, cuando lo que hay que hacer es esperar las instrucciones del Señor y así averiguar sin asomo de duda dónde quiere que estemos y qué quiere que hagamos. Si estamos apurados, frenéticos e impacientes, no podemos prestar al Señor la atención que debemos para que nos proporcione las soluciones a nuestros problemas y las respuestas a nuestros interrogantes, todo ello a los fines de tomar una decisión acertada en cada situación que se nos presente. Es menester que paremos, miremos, escuchemos y aguardemos en comunión con Él hasta que nos responda. Cuando hayamos aprendido a hacer eso, habremos aprendido a tomar decisiones guiadas por el Espíritu. Dios da lo mejor de lo mejor a los que dejan que Él elija.

No hay comentarios:

Publicar un comentario