viernes, 13 de noviembre de 2009

Lidiar con lo inesperado


Mi marido y yo oramos diariamente por la seguridad de nuestras hijas. No me cabe duda de que esas oraciones les han evitado más de un accidente. Por otra parte, es posible que yo siempre haya considerado a mis hijas como excepciones, no a las normas —por Dios—, sino en el sentido de que me parecía que nunca cometían las típicas tonterías infantiles que pueden provocar accidentes o daños. Por ejemplo, llevarse cosas a la boca. Me imagino que debí haber tomado en cuenta la señal de advertencia. Laura, de dos años y medio, había tomado una monedita del suelo y se la había metido alegremente en la boca. Afortunadamente, estaba muy cerca de mí. Se la saqué y le di su correspondiente regaño, en el cual incluí una explicación de todas las consecuencias nefastas que puede tener el tragarse una moneda. Aun así, nada podría haberme preparado para lo que sucedió aquella noche. Mi esposo y yo nos estábamos preparando para salir. Habíamos atenuado la luz del cuarto de las niñas, y ellas daban vueltas en sus camas como de costumbre. ¿Estarían dormidas para cuando llegara la chica que venía a cuidarlas? Seguramente no. De golpe Kimberly gritó: —¡Mamá, Mamá! ¡Laura se está atragantando! Tomé a Laura y le pregunté a Kimberly qué había pasado. —Laura se tragó una moneda —me respondió. Se me puso la mente en blanco. Había leído y vuelto a leer —probablemente cinco o seis veces— un artículo que explicaba cómo auxiliar a un niño que se atraganta. Pero en el instante en que más lo necesité, no logré recordar una sola palabra. Llevé a Laura al pasillo, donde había luz, y pedí auxilio a gritos. Gracias a Dios, no sucedió lo peor. Laura comenzó a toser. Recordé que si un niño atragantado logra toser, normalmente con la tos expulsa el objeto que se le ha atascado en la garganta. Dos o tres segundos después cayó al suelo una moneda de 25 centavos (tamaño mediano) que ella había expulsado de su boca. Yo no lograba contener el llanto ni podía dejar de agradecerle al Señor Su misericordia. Mucho después que las niñas se hubieron acostado entre llantos, abrazos y expresiones de cariño fraternal, por mi cabeza empezaron a circular todos los posibles desenlaces de aquel episodio. Un niño que se atraganta no puede pedir ayuda. El cuarto estaba en penumbra. Yo apurada por alistarme para salir; mi esposo esperándome abajo. ¿Y si Kimberly no se hubiera dado cuenta de que Laura se estaba atragantando? ¿Qué habría pasado si en lugar de una moneda mediana, como la que se tragó, hubiera sido una más pequeña, de un centavo, como la que encontré en su cama la segunda vez que la arropé? Una moneda más pequeña fácilmente podría habérsele atascado en la garganta. ¿Habría logrado sacársela antes que fuera tarde? ¿Qué habría pasado si ya nos hubiéramos marchado y la niñera no hubiera escuchado a Kimberly pedir auxilio? Ahora soy una madre más prudente y precavida. He aprendido a no suponer que mis hijas nunca harán tonterías infantiles que puedan ponerlas en peligro. Además, aprecio mucho más el amor y la misericordia de Dios, Sus tiernos cuidados, y en particular la forma en que responde cotidianamente a nuestras oraciones por la seguridad y el bienestar de nuestras hijas. Cuando nos enfrentamos a situaciones inesperadas que prácticamente escapan a nuestro control, contar con Jesús y la oración es de capital importancia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario