sábado, 14 de noviembre de 2009

No te lo guardes


Me recosté en el asiento y esperé el despegue. Me dolía la espalda. Viajaba de regreso a casa, y tenía los brazos y las piernas agarrotados como consecuencia de las cinco horas en auto hasta el aeropuerto y del primer tramo de vuelo, que habían sido otras dos horas. La verdad es que no me hacía mucha ilusión otro trayecto de cinco horas en un asiento de la clase turista, y menos en un avión atestado. Recordé a mi hija, que aún no cumple los 18 años. Acababa de llevarla a casa de su hermano mayor para que pasara allá una temporada. Pensé en cuánto la iba a extrañar. Era la primera vez que se alejaba del hogar. Me dolía profundamente que no fuera a estar cerca de mí. Conozco bien esa sensación. De nuestros seis hijos, era la quinta en irse de casa. Dije para mis adentros: «Debería acostumbrarme». No obstante, empezó a embargarme la misma sensación. Estaba a punto de llorar, pero resolví no ceder a mis emociones. Mientras el avión recorría la pista de despegue, cerré los ojos y elevé una plegaria a Jesús. Le rogué que me concediera un vuelo sin contratiempos y que guardara a mi hija y a mis otros hijos. También le agradecí el que siempre lo haya hecho. El silbo apacible de Dios me susurró que mi hija estaría bien, como habían estado bien sus cuatro hermanos mayores cuando se fueron de casa. El avión despegó, se elevó y luego se niveló. La paz me vino a medida que me dejaba tranquilizar por Él y recordaba que jamás había dejado de responder a las plegarias que le había elevado por mis hijos. Las lágrimas de añoranza cambiaron en lágrimas de gratitud cuando di gracias a Dios por Su fidelidad y por darme consuelo. Al abrir los ojos, vi a una señora y su nenita -de unos tres años- que se cambiaban a los asientos contiguos al mío. Pese a que había tenido la esperanza de que aquellos puestos que habían estado vacíos durante el despegue se mantuvieran vacantes para poder acostarme, comprendí que la azafata las hubiera trasladado para que tuvieran más espacio. Observé a la madre, que se esforzaba por atender a su hija. La niña estaba cansada, se quejaba y quería dormirse. Ofrecí mi almohada a la señora y también otra manta para que la nena apoyara la cabeza. La madre me miró agradecida y explicó que llevaban ocho horas de vuelo. Al rato, la niñita se durmió. La mitad de su cuerpo descansaba en su asiento y la otra mitad en el regazo de su madre.
Dios no nos conforta para nuestro confort, sino para que seamos confortadores. Sirvieron una comida. Conversamos de temas triviales. La auxiliar de vuelo se llevó las bandejas y la señora trató de descansar. Al cabo de un momento, noté que una lágrima le rodaba por la mejilla. A ésta le siguió otra. Trató de secarse la cara antes que yo advirtiera que lloraba, pero pronto se dio cuenta de que ya las había visto y me sonrió un poco avergonzada. -¿Se encuentra bien? -pregunté. -Sí, estoy bien. Pero no lograba contener las lágrimas. Le toqué el brazo suavemente antes de preguntarle: -¿Hay algo que pueda hacer por usted? Después de un valeroso esfuerzo por recuperar la compostura, me explicó que acababa de llevar a su hijo de 16 años a los Estados Unidos para estudiar. Tenía otros siete hijos, pero él era el mayor y el primero en marcharse de casa. Ya había empezado a extrañarlo. La miré sorprendida. ¡Qué coincidencia que estuviera sentada junto a una señora que estaba sintiendo exactamente las mismas emociones que yo había tenido minutos antes al recordar a mi queridísima hija! La tomé de la mano y le dije que la comprendía. Le hablé de mi hija y compartí con ella los pensamientos consoladores que Dios me había inspirado un rato antes. Escuchó con atención y, pese a las lágrimas, me sonrió cuando le propuse que oráramos las dos por nuestros hijos y que luego confiáramos en que Dios los cuidaría. Al cabo de un rato me enteré de que profesábamos diferentes creencias religiosas; pero las dos sabíamos que el Dios que amamos también ama a nuestros hijos y los cuida. Conversamos más durante el resto del vuelo, intercambiamos números de teléfono y prometimos seguir en comunicación. Luego de despedirnos di gracias a Jesús por un vuelo sin complicaciones y por la forma en que Él sincroniza todo a la perfección. Estoy convencida de que Él dispuso cómo nos íbamos a sentar, de forma que yo transmitiera Sus palabras tranquilizadoras a aquella mujer. Dios quiso consolarnos a las dos. - [El] Padre de misericordias y Dios de toda consolación [...] nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios (2 Corintios 1:3-4). Lilia Potters es misionera de La Familia en Oriente Medio.
Siempre es posible dejar un poco de amor en el corazón de quienes se cruzan en tu camino, aunque sea en su más simple expresión: con una palabra, una sonrisa o una mirada de comprensión. Así sabrán que Dios los amó ese día. Su Espíritu se lo hará saber. Un poquito de amor llega muy lejos. D.B.B.

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