El día tiene 1.440 minutos. Si a eso le resto las aproximadamente nueve horas que duermen mis hijos, me quedan 900 minutos al día en que me bombardean con preguntas, pedidos, lloriqueos, risas, besos, abrazos y desastres. A veces me siento sobrepasada. Tengo tres niños pequeños. Cuidarlos bien es lo más importante que hago en la vida. Caigo tan fácilmente en eso de enfrascarme en las tareas que a veces descuido el aspecto más importante de la vida en familia: el amor. Fueron mis hijos los que hace poco me recordaron cuáles son los minutos mejor empleados de mi jornada. Estaba muy ajetreada tratando de limpiar la habitación antes que el bebé se despertara de la siesta. En ese momento entró Charlotte de seis años con una sonrisa encantadora y me preguntó si podíamos armar un rompecabezas juntas. Traté de convencerla de que lo hiciera sola y le expliqué que en ese momento yo no tenía tiempo. Su mirada de decepción me dio a entender que más que ayuda con el rompecabezas, lo que quería era pasar un ratito conmigo. Me detuve a pensar en lo que estaba por hacer. «Cuando Charlotte piense en su infancia, ¿qué quiero que recuerde? ¿Lo limpia que siempre estaba la habitación, o los ratos que pasábamos juntas?» Armé el rompecabezas con ella, nos reímos y le di un abrazo cuando terminamos. Diez minutos bien empleados. ¡Mamá, mamá, léeme este libro, por favor! Aquella noche ya le había leído tres cuentos a Cherise, que entonces tenía tres añitos. Yo estaba cansada y necesitaba ocuparme de unos quehaceres antes de irme a la cama. Quise decirle amablemente que no, pero insistió. «Lo que quiere en realidad pensé es que le preste un poco más de atención, que esté con ella unos momentos más para que pueda demostrarme cuánto me quiere y sentirse segura de que yo la quiero». Le leí otro cuento, arropaditas las dos debajo de las mantas de mi cama, y se quedó dormida sobre mi hombro. Quince minutos bien empleados. Había sido una semana particularmente intensa: estaba colaborando en la preparación de una función para 100 niños de escasos recursos, y ese día tenía invitados. Mi lista de quehaceres era interminable. A mis hijas se les ocurrió preparar unas galletas para las visitas. Procuré razonar con ellas. No era necesario, puesto que ya teníamos unas que habíamos comprado. Además no me quedaba tiempo. Pero no pude resistirme a sus expresiones angelicales. Llenas de satisfacción por haber horneado las galletas casi sin ayuda mía, se las sirvieron a los invitados. Me alegré de haber accedido. Treinta minutos bien empleados. Mi nene de nueve meses Jordán me tiene siempre en ascuas. No puedo quitarle el ojo de encima: va de travesura en travesura. Me la paso sacándole cosas de la boca y resguardándolo de nuestras impetuosas mascotas. En cierta ocasión en que no se quedaba quieto ni un minuto jugando con algo, me exasperé. Se había puesto a lloriquear y estaba de mal humor. A mí me estaba dando dolor de cabeza. En medio de aquel frenesí, me di cuenta de que tal vez necesitaba un poco más de cariño, así que se lo demostré. Lo tomé en brazos y dejé que recostara su cabecita en mi hombro mientras bailaba suavemente con él. ¡Le encantó! Después de una pequeña merienda, jugó solito de lo más contento el tiempo suficiente para que yo pudiera ayudar a las niñas con sus tareas escolares. Quince minutos correctamente empleados. En medio de todos nuestros quehaceres y nuestras obligaciones de adultos, no olvidemos las palabras de Cristo: «Dejad que los niños vengan a Mí, porque de los tales es el reino de los Cielos» (Mateo 19:14).
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