martes, 17 de noviembre de 2009

Mi mejor amigo


Hace cuatro años una ambulancia me trasladó presurosamente a una sala de urgencias. Hace cuatro años empecé una nueva vida. Los análisis clínicos revelaron que tenía una cirrosis bastante avanzada. Unos treinta años antes, en mi adolescencia, contraje hepatitis C, cuyos efectos en mi hígado tardaron todo este tiempo en evidenciarse. Y de repente se hicieron manifiestos con suma gravedad. Me dijeron que a menos que me hicieran un transplante de hígado, moriría. A partir de aquel momento, el hospital se convirtió en mi segundo hogar. Allí viví experiencias que me transformaron: ataques de llanto, de gran soledad y desesperación, momentos de profunda reflexión, otros más de gran aridez y desolación, y también oasis de alegría. Lo mejor de todo fueron las visitas que me hizo Jesús, que fueron dos. El primer interrogante que me asaltó cuando me dijeron que iba a morir fue: «¿Por qué me pasa esto a mí?» El segundo fue: «¿Qué he hecho de malo para merecerlo?» No me planteé esas preguntas porque estuviera enojado ni porque me creyera muy bueno, sino porque quería saber si había algo que tenía que cambiar en mi forma de vivir. Quería renovarme como persona. Le dije al Señor que me arrepentía de todo lo que había hecho mal. Sabía que en el momento en que había aceptado a Jesús como Salvador, Él me había perdonado y librado de toda culpa; pero a partir de entonces había cometido muchos errores más que lamentaba sinceramente. Repasé todas las situaciones en las que me había visto en los últimos 30 años, desde que Él me encontró y rescató. Pensé en cada persona a la que había ofendido, en todas las palabras ásperas que había dicho, en todos mis actos desconsiderados. Sabía que cuando llegara al Cielo el Señor iba a pasar revista a mi vida y tenía la esperanza de que reconociendo anticipadamente mis faltas ese proceso resultara lo más indoloro posible. Me pusieron en una lista de espera para un transplante de hígado. Esa espera duró 20 meses. Durante aquel tiempo, la enfermedad empezó a afectar mi cerebro. Perdía el sentido de la orientación y la memoria. En ocasiones, cuando estaba fuera del hospital, me extraviaba en mi propio vecindario. ¡Eso me asustaba! Una noche, después de una profunda reflexión, se me apareció un hombre en el cuarto. Se volvió hacia mí y me dijo que me amaba. Primero pensé que era una alucinación; pero no, era real. Enseguida me di cuenta de que se trataba de Jesús. Su amor era tan cálido e intenso que la habitación se iluminó. Me repitió una y otra vez que me amaba y que siempre estaría junto a mí: —Lo que hayas hecho no importa. Siempre estaré a tu lado. Quiero ser tu mejor amigo. Cuando cruzó la habitación, pensé que se iba a tropezar con una silla y exclamé: —¡Cuidado con la silla! Se rió. ¿Cómo se me ocurría decirle a Él, que creó el universo juntamente con Su Padre, que tuviera cuidado con una silla? ¡Qué absurdo! Él acababa de explicarme que quería ser mi mejor amigo, y ese rato que pasé con Él fue en efecto muy ameno. No me habló de mis faltas. No sacó a relucir mi pasado. No hizo mención alguna de mi enfermedad ni me dijo si me sanaría. Solo dijo: —Quiero amarte. Quiero ser tu amigo. Siempre estaré a tu disposición. Me quedé dormido, y cuando me desperté a la mañana siguiente le dije a Jesús en oración: «No sé lo que pasó anoche; pero si no fue una alucinación, tendrás que demostrármelo». Aquella noche volvió a suceder. Jesús se me apareció otra vez y me dijo lo mismo. El mensaje que quería transmitirme era que estaba a mi disposición en todo momento, siempre que lo necesitara. Desde que tuve aquella experiencia, hablo con Jesús como lo hago con cualquier persona. Un mes y medio después del transplante, mi nuevo hígado comenzó a molestarme, y terminé otra vez en la unidad de cuidados intensivos del hospital. Los médicos no acertaron a descubrir qué me pasaba, y al final me enviaron a casa. Una vez más estaba desahuciado. Al cabo de otro mes y medio de gran sufrimiento, ya no soportaba más el dolor, y le anuncié a Jesús que quería irme a casa, al Cielo. «Si no vas a curarme —le dije—, llévame a casa». Él no accedió a mi pedido, pero estuvo a mi lado cuando más lo necesité, tal como me había prometido, e hizo que lo peor quedara atrás. Todavía estoy aquí. No sé qué más me tendrá reservado el Señor, pero desde luego no soy el mismo de antes. Por otra parte, me ha encomendado la mejor de las misiones: hablar de Él y dar a conocer lo que ha hecho por mí. Puede que no esté completamente sano, pero me alegro de estar con vida y de tener un objetivo claro. Además, no voy a dejar de amarlo ni de confiar en Él. Mi vida todavía pende de un hilo. Todos los días me enfrento a la muerte. Sólo puedo aferrarme a Jesús, pero Él es lo único que importa. Cada mañana al despertarme digo: «Señor, guárdame un día más». Y al levantarme, abrir las persianas y ver el sol, doy un grito de alegría. Me dan ganas de ponerme a bailar. ¡Qué preciada es la vida junto a mi mejor amigo! Jesús te ama muchísimo a ti también. Quiere ser tu mejor amigo, tu compañero. Y siempre está a tu disposición. (Randy Medina es voluntario de La Familia en los Estados Unidos.)

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