martes, 17 de noviembre de 2009

La fuerza del amor es mayor


Acababa de regresar de un extenuante viaje en el que había llevado a cabo una misión de ayuda humanitaria en un país muy debilitado por una reciente guerra. Me sentía emocionalmente agotado. Estaba haciendo un esfuerzo por superar el horror de las imágenes que se me habían quedado grabadas en la cabeza. Quizá las peores eran las de los hospitales que habíamos visitado: los ojos hundidos de niños escuálidos que me dirigían miradas vacías; las sonrisas nostálgicas y a veces llorosas de sus madres. La dureza de corazón que había causado todo aquel sufrimiento me desgarraba por dentro. Desde luego no estaba pensando en componer una canción. Me pregunté qué habría hecho Jesús con aquellos niños. ¿Cómo los habría alzado en brazos, cómo los habría bendecido y sanado? En mi mente algo empezó a tomar forma. Había silencio a mi alrededor, pero percibí —más que oí— una melodía. Me senté al teclado y comencé a tocar la música que me surgía de dentro. Empezaron a fluir las palabras, y me sentí identificado con una mujer de hace casi 2.000 años cuyo corazón quebrantado se llenó de amor después que fue curada por las tiernas manos del Maestro. En 20 minutos la canción estaba lista casi en su totalidad. Las lágrimas me rodaban por las mejillas. Aquella canción contenía la sanidad que mi espíritu anhelaba. Todavía sentía por dentro el dolor de aquellas vidas destrozadas, pero había renacido en mí la esperanza de que podían ser transformadas y redimidas por la fuerza de un amor que es mayor que todo el odio que un ser humano es capaz de albergar y desatar contra su prójimo. A la luz de Tu gran amor (Canción de María Magdalena) Michael Dooley Te vi levantar a un chiquitín, noté Tu ternura al sonreír, y aquel día decidí ser yo así también. Te vi sanar y consolar, sentí Tu cariño y Tu bondad. Te conmoviste hasta llorar, y de Ti me enamoré. Tus lágrimas y Tu compasión disolvieron mi temor, y nació en mi corazón el ansia de amarte. Fue como si todo mi sufrir se desvaneciera ante Ti, y tuve el deseo de vivir caminando siempre a la luz de Tu gran amor. Me pusiste la mano en la sien. Borraste las penas de mi ayer. Aquello fue mi renacer. Lo viejo quedó atrás. Quisiste ser libre hasta el fin. Llorando te vi morir por mí, y en lo profundo resolví amarte más y más. Viniste a mí después de resucitar. Vi que tu amor pervive en la eternidad y que me llevarías al más allá junto a Ti. En ese mundo sin dolor me abrazarás con emoción y me dirás al corazón lo mucho que me amas. No más pesar, no más sufrir. Sólo habrá dicha y paz al fin. Por siempre allí se ha de cumplir mi deseo de caminar a la luz de Tu gran amor. (Michael Dooley es misionero de La Familia en Oriente Medio.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario