martes, 24 de noviembre de 2009

A media noche


Era apenas pasada la medianoche. Me dirigía a casa en taxi con dos compañeros después de pasar una velada con unos amigos. De pronto, una moto que venía en sentido contrario chocó contra la valla divisoria, pasó volando por encima de nuestro vehículo y cayó detrás de nosotros. El motorista salió despedido en el momento en que la moto chocó contra la valla; fue a parar delante de nuestro parachoques. El taxista logró detener su vehículo justo a tiempo. Quedamos todos estupefactos; pero rápidamente nos dimos cuenta de que el hombre tirado en la calle estaba gravemente herido. Si no lo ayudábamos, ¿quién lo iba a hacer? A esa hora de la noche casi no circulaban autos. En ese momento escuché interiormente la voz del Señor. «¡Ponte en acción! Haz exactamente lo que te diga, enseguida». Siempre me había preguntado cómo reaccionaría en una situación así, por lo que me resultó muy tranquilizador oír la voz del Señor con tanta claridad. Les pedí a mis compañeros que orasen por el hombre mientras yo buscaba a alguien que pudiera llamar una ambulancia. Las casas más cercanas estaban a oscuras y rodeadas de vallas o muros: a esa hora no sería fácil acceder a ellas para pedir ayuda. Intenté detener el primer auto que pasó, pero siguió de largo. Lo mismo sucedió con el segundo. Cuando finalmente apareció un tercer coche, me puse a saltar en medio de la calle, pegando gritos para que se detuviera. Gracias a Dios, lo hizo. De los dos hombres que viajaban en él, uno tenía un teléfono móvil y llamó una ambulancia. Volví corriendo a donde estaban mis compañeros, que continuaban rezando por el hombre que se había accidentado. Creo que nunca había visto a nadie en tan mal estado, salvo en las películas. Estaba todo manchado de sangre. Tenía la cara y una pierna despellejadas, pues se había golpeado contra el pavimento boca abajo y se había deslizado varios metros por él. Por el ángulo en que tenía doblada la pierna, estábamos seguros de que se la había quebrado. Había perdido un diente, y ya tenía los ojos hinchados y amoratados. Después supimos que se había roto también la pelvis. Estaba consciente, pero apenas coherente. Gritaba de dolor y clamaba a Dios en árabe. Estoy convencida de que fue el Señor quien me ayudó a superar mi aversión a la sangre, pues normalmente soy muy sensible y no soporto ver a alguien sufrir de esa manera. ¡Qué milagro que conservara la calma y permaneciera lúcida mientras procurábamos ayudar a aquel pobre hombre! Con mucho cuidado, le puse mi bolso debajo de la cabeza y empecé a acariciársela mientras rezaba por él y trataba de tranquilizarlo. —Te pondrás bien. Dios te ama, y Jesús también —le susurré al oído. —Ya vienen a buscarte. Aguanta —le dijo en árabe Michael, uno de mis compañeros. Era evidente que estaba muy adolorido, pero poco a poco se fue calmando. Los siguientes 10 ó 15 minutos, hasta que llegaron la policía y la ambulancia, se nos hicieron una eternidad. Dada la gravedad de sus lesiones, sabíamos que no debíamos moverlo, o sea que era muy poco lo que podíamos hacer por él en el aspecto físico. Pero el Señor nos seguía diciendo: «Oren por él y consuélenlo. Eso es lo más importante en este momento». Así que eso hicimos. La policía llegó primero; luego, la ambulancia. Cuando uno de los paramédicos le preguntó al hombre cómo se llamaba, éste logró decir: —Nasim. Averiguamos también a qué hospital lo iban a llevar. Al día siguiente fuimos a verlo al hospital. Todavía estaba en estado crítico, pero el personal de la UTI nos dejó pasar. Estaba allí uno de los hermanos de Nasim, así que le dejamos a él las flores y las lecturas inspirativas que habíamos llevado, para que se las diera después. Pensábamos que Nasim estaba inconsciente o dormido; pero cuando Michael le tocó el brazo y se despidió, nos susurró en inglés: —Gracias por venir. Unos días después volvimos y pasamos bastante rato con él y su familia, que estaba congregada en torno a su cama. Les contamos que habíamos orado por él justo después del accidente y que estábamos seguros de que Dios había dispuesto las cosas de tal manera que pudiéramos acompañarle en aquellos momentos. Se animó cuando le dijimos que había clamado a Dios y que creíamos que Dios había respondido a sus ruegos. Él no recordaba nada del accidente, solo que iba en su moto y a la mañana siguiente se despertó en el hospital. —Esto nos ha unido —nos dijo su padre con lágrimas en los ojos—. De ahora en más debemos ser siempre buenos amigos. No sabemos todo lo que hizo el Señor aquella noche para salvarle la vida a Nasim, pero nosotros oramos para que obrara un milagro, y creemos que eso fue lo que hizo. En realidad, fueron dos: por una parte, Nasim está vivo y recuperándose bien; y además Dios está obrando otro milagro en su corazón, ayudándolo a entender y apreciar mejor Su amor y misericordia.
Sandra Sanders es misionera de La Familia Internacional en Oriente Medio.

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