viernes, 27 de noviembre de 2009

Los planícolas


Abróchense los cinturones. Estamos por abandonar el restrictivo y tedioso dominio del planícola para adentrarnos en la fascinante dimensión espiritual. Vamos a sintonizar con el misterioso universo de las realidades eternas, el viviente mundo de lo perpetuo, en lugar de subsistir en el agonizante mundo presente. Nos internaremos en el dominio imperecedero de la eternidad por oposición al espacio pasajero del tiempo. Se trata de una dimensión fascinante y en gran medida imperceptible para nuestra visión mortal, terrena y temporal. La Biblia nos exhorta: «Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la Tierra; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (Colosenses 3:2; 2 Corintios 4:18). Desde los albores de la Historia, los que por la fe se han constituido en hijos de Dios han buscado un mundo invisible, «una ciudad que tiene fundamentos», cimientos eternos, «cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Hebreos 11:10). Sin haber recibido lo prometido por Dios, sino mirándolo de lejos, fueron extranjeros y peregrinos en la Tierra, porque buscaban una patria mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos, porque les ha preparado una ciudad: la inigualable Ciudad Celestial —la Nueva Jerusalén— que descenderá de lo alto, de Dios, y estará entre los hombres (Hebreos 11:13-16, Apocalipsis 21:2,3). Esta es la esperanza de todos los tiempos: ese mundo eterno, que ahora mismo permanece invisible, donde moraremos con Dios para siempre, la Ciudad Celestial descrita en los capítulos 21 y 22 del Apocalipsis —los últimos dos capítulos de la Biblia— y mencionada en muchos otros pasajes de las Escrituras. En eso tenemos todos cifradas nuestras esperanzas; no se trata de castillos en el aire, sino de un Cielo literal que vendrá a la Tierra. Sin embargo, en este momento ese invisible reino celestial ya existe. No sólo nos rodea, sino que está dentro de nosotros. Jesús dijo: «El reino de Dios está dentro de vosotros (Lucas 17:21).Según la ciencia, todo objeto físico debe tener cuatro dimensiones: longitud, anchura y altura —que constituyen el espacio— y una más: tiempo. Con sus teorías de la relatividad, Einstein demostró que tiempo y espacio están estrechamente ligados. Nada puede ocupar un espacio físico sin tiempo. Para que algo exista es esencial el tiempo. Tengo en las manos una tarjetita postal muy llamativa en la que se ve una bella escena subacuática de la magnífica y colorida creación de Dios. Lo curioso de esta tarjetita es que si la miro casi de costado no veo sino dos dimensiones: la longitud y la anchura. Me ubico así en el territorio del planícola, que sólo comprende su reducido mundo bidimensional en el que nada tiene profundidad. No ve nada más. Al observar esta tarjeta de costado, yo tampoco veo nada más. Si fuera un planícola insistiría en que no hay ninguna dimensión aparte de las dos en que yo me desenvuelvo, pues visualmente no percibo nada más. Sin embargo, desplacémonos en una dirección desconocida para el planícola. Al observar la postal desde arriba, descubrimos un mundo sorprendente. Esta tarjetita resulta ser tridimensional. De repente adquiere una dimensión totalmente nueva, llamada profundidad. Hasta me da la impresión de que puedo penetrar en la imagen con la vista. Ciertos objetos aparecen delante de otros. Hay un junco que crece delante de un precioso coral rojo; entre ellos nadan los peces, y el lecho sembrado de piedrecillas se desvanece a lo lejos, más allá de donde alcanzo a ver con mi nueva perspectiva tridimensional. Hemos penetrado en un nuevo mundo, fuera del alcance del pobre planícola que sólo puede ver en dos direcciones, en el supuesto de que pudiera existir en ellas. Miramos en una nueva dirección que nos presenta todo un mundo inexplorado. Ahora somos como un dios para el planícola, un ser que está muy por encima de su comprensión. Ahora que estamos situados por encima de su plano de apenas dos dimensiones, nos ha perdido por completo de vista, pues no ve ni hacia arriba ni hacia abajo; y a menos que descendamos a su nivel no puede vernos en absoluto, y mucho menos entender nuestra nueva dimensión. Para que pueda distinguirnos tenemos que situarnos en su mismo plano. En el instante en que variamos nuestra posición y nos salimos mínimamente de su plano, nos pierde de vista. Nuestro mundo tridimensional es de una magnitud casi infinita, mucho más amplio y extenso que el del planícola. Tanto es así que éste jamás podría concebirlo ni entendernos. Se trata de un mundo magnífico y maravilloso cuya existencia ignora, por la simple y sencilla razón de que no lo ve. Aun si fuera posible mostrárselo, estaría tan fuera del alcance de su percepción bidimensional que probablemente reaccionaría como aquel campesino que, la primera vez que vio una jirafa, exclamó: «¡Eso no existe!» La verdad es que al pobre planícola el orgullo le impide reconocer que pueda haber un nivel superior al suyo. ¡Pobre tipo! ¡Qué limitada es su visión, qué estrecho su mundo, qué restringido su radio de acción! Como no puede salirse de su plano, no quiere admitir que exista otra dimensión. Se indigna con cualquiera que le diga que en alguna ocasión se vio elevado a otro mundo y echó un vistazo a lo que hay más allá de su reducido plano. En todo caso, el hecho de que no crea en algo que es invisible para él no implica que no exista. Lo mismo pasa con el hombre al que la Biblia denomina natural, que se resiste a creer que exista una quinta dimensión, un mundo espiritual, por la sencilla razón de que nunca lo ha visto ni ha estado en él. «El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura» (1 Corintios 2:14). Para él no existe, por cuanto nunca lo ha visto. Eso sería tan absurdo como decir: «¡No creo en la existencia de Nueva York o de Londres porque nunca he estado en esas ciudades!» ¿Puede haber mayor ridiculez? La Biblia abunda en pruebas, relatos y declaraciones categóricas sobre la existencia de ese mundo espiritual pentadimensional. Algunos de sus personajes inmortales, luego de traspasar el glorioso umbral de la muerte, regresaron para narrar su vivencia. Otros fueron elevados al mundo espiritual y vieron un atisbo del mismo. Muchos captaron mensajes del más allá. ¡Y otros hemos estado allí! Yo sé que existe porque he estado allí. Y tú también puedes tener esa certeza. Si de veras deseas conocer la verdad y estás dispuesto a admitir que otras personas tienen algo que tú ansías, si aceptas tus limitaciones y pides a Dios y a Sus hijos que te ayuden a descubrir una nueva dimensión, tú también puedes disfrutar de las indescriptibles alegrías, las bellas visiones, los preciosos sonidos y las extasiantes sensaciones de ese universo maravilloso y celestial. Es extraordinario, tan paradisíaco que parece de otro mundo. Te va a encantar. ¿Por qué no te adentras en él? No tienes nada que perder.David Brandt Berg (1919-1994) fue el fundador de La Familia Internacional.

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