viernes, 27 de noviembre de 2009

Lo lejos que llega un poco de amor


Angelina Leigh
En noviembre de 2003 estuve en Finlandia recaudando fondos de puerta en puerta para un campamento juvenil que estábamos organizando y que se iba a realizar unos meses más tarde. Allí conocí a Tino en un sombrío bar. Algo entrado en años, tenía una larga barba descuidada y unos cuantos kilos de más. Al oír el golpe que dio la puerta cuando entré, levantó la vista del periódico que estaba leyendo. Era el dueño del bar, y en aquel momento no había clientes. Pensé: «Perfecto», y empecé a presentarle mi labor voluntaria. Pero luego que le mostré como dos páginas de mi álbum de presentación, me dijo con buenos modales que tenía muy poco dinero y no estaba interesado en comprar nada que yo quisiera venderle. —Estoy sumido en una grave depresión. El médico dice que sentarme bajo esa luz me viene bien —expli­có señalando la luz de neón que había detrás de la barra—. Varios amigos míos han muerto hace poco, todos por exceso de alcohol. Y a nadie le importó. Creo que yo podría ser el siguiente, y tengo miedo de que en mi caso ocurra lo mismo. ¿Se acordará alguien de mí? Seguidamente me habló largo rato de sus desventuras. Me contó que bebía en exceso y que de noche no podía conciliar el sueño a menos que se tomara una botella de alguna bebida fuerte, que tenía cuantiosas deudas y que lo peor de todo era su depresión. Le pregunté si creía en Jesús y me respondió que no estaba seguro. Oré en silencio: «Jesús, ayúdame a comunicar Tu amor y ofrecer soluciones a esta alma cansada y perdida». Luego le dije a Tino que Jesús podía iluminar su vida. —Él es la solución a todos tus problemas. La Biblia dice que Él es nuestro pronto auxilio en las tribulaciones, en toda dificultad —le aseguré. Conversamos por más de una hora. Al ponerme en el lugar de aquel pobre hombre desesperado, me dio muchísima pena y se me llenaron los ojos de lágrimas, pensando cómo sería no conocer el amor incondicional y la paz interior que brinda Jesús. En determinado momento me preguntó: —¿A todas las personas que conoces les dices lo mismo?—No —respondí—. Pero siempre que hablo con alguien de temas profundos rezo para que las palabras que salgan de mi boca provengan de Jesús, que sean lo que Él quiera decirle a la persona. Para entonces, también a Tino se le estaban saltando las lágrimas. Comprendí que Jesús estaba hablándole al corazón e iluminando con un rayo de luz su mundo triste y sombrío. Le dije que Jesús oye nuestras oraciones y le hablé de algunos milagros que había hecho por mí, como curarme un pie hacía poco. En efecto, después de un accidente me había quedado un dolor insoportable en un pie. Dos días antes de la fecha en que debía tomar el tren para ir a Finlandia, cargada de equipaje, ni siquiera podía ponerme el zapato. Le había pedido entonces al Señor con fervor que me sanara el pie, y al cabo de unos minutos ya podía caminar casi normalmente.Y en el día previsto había podido viajar a Finlandia. Tino me mostró sus manos, en las cuales no me había fijado. Las tenía secas y escamosas. Explicó que era una reacción alérgica a las monedas que manejaba día tras día. Le tomé las manos y oré para que Jesús se las curara, para que le dieran el préstamo que había solicitado al banco y así no tuviera que cerrar el bar, y para que aceptara a Jesús en su corazón. Cuando terminé de orar y abrimos los ojos, el llanto le impidió hablar durante un rato. Mientras me anotaba su dirección, temblaba. Le di varios ejemplares de Conéctate, sabiendo que estimularían su fe. Cuando me levanté para marcharme me preguntó si podía darme un abrazo. En ese momento no tuve duda de que la hora y media que había pasado con él no había sido tiempo perdido. Al cabo de dos años, volví a Finlandia y fui a ver a Tino. El Señor había obrado maravillas, pero no de la forma que esperábamos. Había perdido el bar y se había ido a trabajar de camarero en otro. —Estoy mejor así —comentó, cosa que saltaba a la vista. Estaba feliz, conversador, muy cambiado. Luego añadió con una sonrisa: —Ahora tengo muchas menos preocupaciones y mucho más tiempo para disfrutar de la vida y estar con mi esposa y mis hijos. Aunque las manos no se le habían curado del todo, se había renovado espiritualmente, que era su necesidad más acuciante. Evidentemente, ya no era el hombre depresivo y huraño que había conocido yo dos años antes. Una pequeña muestra del amor de Dios había cambiado su vida.

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