jueves, 12 de noviembre de 2009

La vista


Contemplaba la calle desde la ventanilla oxidada de un autobús. El día se presentaba sombrío, y mi estado de ánimo también. Dejé vagar mis pensamientos y comencé a recordar cosas que habría sido mejor dejar en el olvido. Me sumergí en un profundo abatimiento. ¿Por qué será que cuando nos deprimimos damos lugar a pensamientos que solo nos hacen perder el tiempo y nos agotan el espíritu? El autobús volvió a detenerse. Así es el tráfico de Manila. Eché un vistazo a mi reloj. Las seis de la mañana. Era muy temprano para que el tránsito se desplazara con tanta lentitud. Había tenido un plazo que cumplir, y no había dormido mucho la noche anterior. Exasperada, volví la mirada una vez más hacia la ventana. Un joven vendedor ambulante ofrecía unas botas negras impecablemente lustradas. Creí adivinar lo que se le cruzaba por la cabeza: esperaba que aquel día las ventas fueran buenas. Quizá ganaría unos cuantos pesos más que el día anterior y disfrutaría de una mejor comida esa noche. Tal vez. Se acercó un posible comprador. Vestía vaqueros desteñidos y camisa desgastada. De su hombro pendía una mochila que imitaba a una de marca. Tomó en las manos un par de botas y las miró detenidamente. Imaginé que estaría pensando: «Algún día... quizás algún día tendré para comprarme unas botas como estas». ¿Cuánto ganaría al día ese señor? —me pregunté—. ¿Doscientos, tal vez trescientos pesos? Máximo unos 6 dólares. Las botas costaban el doble. Pero esa plata le haría falta para otras cosas, muchas otras cosas. Probablemente tenía familia que mantener y deudas que pagar. En síntesis, el sueldo estaba gastado antes que se lo entregaran. Las botas tendrían que esperar. El hombre miró al vendedor con resignación. Sus ojos lo decían todo. Hoy no. Probablemente mañana tampoco. Hablaron de algún tema trillado como si hubieran sido viejos amigos. Se rieron, y uno de ellos contó una anécdota más. Luego mi bus avanzó lentamente por la cuadra y volvió a detenerse. Esta vez mis ojos se posaron en una anciana que vendía caramelos. Estaba sentada en un banquito que obstruía parcialmente la acera, mientras la multitud pasaba en tropel a su alrededor. Sus ojos —al menos la parte de ellos que la piel añosa no cubría— revelaban la tristeza que la embargaba. ¿El motivo? ¿Cómo saberlo? Quizás el solo hecho de que hoy sería igual que ayer y que el día anterior y que muchos otros días monótonos que ya sumaban años. Un día igual de intrascendente que el que viviría mañana. Se sentaría en esa misma banca de sol a sol. Unas pocas personas comprarían caramelos, pero en realidad nadie notaría su presencia. Después de dejar unas monedas en su mano encallecida, proseguirían apresuradamente su camino sin dejar de ser desconocidos. El día seguiría adelante, al igual que la gente que pasaba. La anciana se haría un poco más vieja, pero no por ello más feliz. Observándola, noté que las comisuras de sus labios decayeron todavía más. Su mirada se perdía en la distancia, mientras una lágrima se le formaba en un ojo y le resbalaba por la mejilla. Tuve que apartar la vista de ella. En la esquina un policía de tránsito instaba a los peatones para que se dieran prisa en cruzar la calle. ¿Albergaba él también algún pesar intangible? ¿También a él lo asediaban pensamientos que habría sido mejor dejar en el olvido? Si algo lo agobiaba, no podía darse el lujo de demostrarlo. Tenía trabajo que hacer, dirigir el tránsito, mantener el orden. Al dar él la señal de paso, una mujer de veintitantos años cruzó la calle. Traté de imaginarme el mundo a través de sus ojos. ¿Cuál sería su historia? ¿Adónde se dirigía? ¿Cómo se llamaba? ¿Por qué me interesaba por ella? De golpe volví a pensar en mi propia situación y me di cuenta de que algo había tocado una fibra sensible dentro de mí, aunque casi contra mi voluntad. ¡Qué extraño que hiciera propios los sentimientos ajenos! Pero ¿acaso es preferible insensibilizarme a los sentimientos de los demás y vivir la vida como si todos aquellos rostros sin nombre fueran objetos accesorios de mi mundo? No. Cada desconocida es la madre, la hija de alguien. Cada extraño es el marido, el hermano de alguien, un ser querido para alguien. Toda persona es importante. Evoqué nuevamente mis problemas. Las cosas que hasta ese momento me tenían molesta me parecieron triviales. Mi vida no es triste ni difícil. No vivo ni trabajo en las calles. Donde yo vivo, la contaminación no me lastima los ojos, ni me endurece los pulmones. No tengo que vérmelas y deseármelas a cada momento del día para pagar mis cuentas. Claro que tengo mis ahogos y mis adversidades; pero si se comparan con los de otras personas, la vida me sonríe. Y todo parece indicar que continuará siendo así. Al rato el autobús aceleró, y seguí con mis actividades del día. Sin embargo, durante aquellos breves momentos en que contemplé a la gente desde la ventana del autobús, Dios me imbuyó algo que espero no perder nunca: empatía, compasión por la suerte de los demás; y además, un deseo de contribuir a que su situación sea un poco más llevadera. Es posible que desde la ventana de mi vida la vista cambie todos los días, pero siempre habrá quienes pasen por delante. ¿Qué puedo hacer yo por esas personas? La verdadera compasión es algo más que observar y luego darnos la vuelta. Yo por lo menos no quiero limitarme a hacer eso.

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