jueves, 12 de noviembre de 2009

Del blues a Jesús


Jeremy Spencer, guitarrista y vocalista de Fleetwood Mac entre 1967 y 1971
No entendía qué era el amor... ¡Vaya espectáculo! Un solista cantando frente al espejo con un trozo de cartón cortado en forma de guitarra, con su propia imagen como auditorio. De niño me pasaba horas con ese juego. A los quince años un amigo me prestó su guitarra acústica, y aprendí un montón de canciones. Después mi padre me compró una guitarra española, y me pasaba la mayor parte del tiempo practicando con ella. Al año siguiente entré en la escuela de bellas artes —el dibujo era otra cosa que me interesaba además de la música— y allí toqué por primera vez en un escenario. Formé una banda con unos amigos y conseguimos algunas actuaciones en clubes y bares de la ciudad. Fue entonces cuando aprendí a tocar la guitarra slide o hawaiana. Eso me dio la posibilidad de cantar y enseguida responderme a mí mismo con frases que brotaban de las cuerdas. En aquella época también conocí a Fiona, que a la postre se convirtió en mi esposa. Cuando salíamos juntos me hablaba de Dios y de Jesús. Sabía que ella rezaba por mí. Yo me había criado en la iglesia anglicana, pero no tenía noción del sacrificio de Jesús. Ni siquiera entendía qué era el amor, salvo en su vertiente romántica.
El MUNDO de la música En aquella época en Inglaterra, además del movimiento del flower-power (1966-67), hubo un renovado interés en el blues. Aparecían bandas bluseras por todos lados, y un conocido productor discográfico andaba a la búsqueda de nuevos músicos. Un amigo mío le habló de mí, y vino a oírnos tocar. Aquel productor nos presentó a Peter Green, quien pretendía armar una nueva banda y necesitaba otro guitarrista. Cuando Peter me pidió que formara parte de su banda, yo no lo podía creer. La bautizó Fleetwood Mac, a raíz de los apellidos de otros dos integrantes, Mick Fleetwood y John McVie. Al cabo de apenas dos ensayos, estábamos listos para presentarnos en el Windsor Jazz and Blues Festival de 1967. Después se dio la primera gira de Fleetwood Mac por EE.UU. Llegamos a California, donde el movimiento hippie estaba en pleno auge. Fue allí que nos dijeron que las drogas habían revolucionado completamente la creatividad artística de músicos de la talla de los Beatles, Cream, Jimi Hendrix, Peter Fonda y otros. Allí también nos hicieron conocer la droga que estaba en boga en aquel momento, el LSD. Me pegué un viaje y al principio me sentía muy bien. Entré en éxtasis incluso. Finalmente había empezado a entender el amor —imaginé— y filosofé acerca de amar a la gente. Pero luego desaparecieron aquellas exquisitas sensaciones, y de repente me sentí completamente solo. Me miré en el espejo y me asusté: me veía afligido. Me puse a pensar en la muerte y me pareció ver una luz que me alumbraba desde arriba atravesando la oscuridad. «¿Será el Cielo? —pensé—. ¿Existe siquiera el Cielo?» Aquel viaje me dejó tres cosas: me convencí de la existencia del mundo espiritual, me di cuenta de que la vida es breve, y nació en mí un interrogante: «¿Qué estoy haciendo con mi vida?» Me volqué a libros de contenido espiritual en busca de respuestas.
La búsqueda Nuestro tercer álbum, Then Play On, tuvo mucho éxito en Europa y afianzó a Fleetwood Mac en los EE.UU. El instrumental Albatross vendió más de un millón de ejemplares. En enero del 69 hicimos otra gira por Estados Unidos. Los rigores de la gira —los vuelos de ciudad en ciudad y los horarios irregulares— se amenizaban con largas charlas en los camarines y en las habitaciones de los hoteles, llenas de humo de marihuana. En aquellos debates filosóficos empecé a ver las injusticias de la sociedad y a comprender el desencanto de la juventud, de los chicos que esperaban que nosotros —las estrellas de rock— les ofreciéramos soluciones. Antes de un concierto en San Francisco, otro músico, Glen Schwartz, de un conjunto llamado Pacific Gas and Electric, me preguntó si yo creía en Jesús. Le dije que sí, porque en realidad albergaba una especie de creencia mental en Él. —Entonces di algo acerca de Él en el escenario esta noche —me dijo Glen—. Eso lo complacería mucho. Así que tocamos nuestro repertorio y finalmente, justo antes de empezar una canción, anuncié: —¡Quiero decir algo acerca de Jesús!... Sí, lean lo que Él dijo. No fue gran cosa, pero no sabía qué más decir. Al fin y al cabo, yo mismo también estaba buscando la verdad. Después del concierto Glen me dijo: —Simplemente tienes que pedir a Jesús que entre en tu corazón. Nunca había oído eso antes, pero cierto destello en su mirada me convenció de que él había encontrado lo que yo andaba buscando. Aquella noche, en la habitación de mi hotel, recé para que Jesús entrara en mi corazón. De ahí en adelante mis actitudes ante prácticamente todo comenzaron a cambiar. Al aumentar nuestro consumo de drogas, la música de Peter Green y de Danny Kirwan se fue saliendo de los esquemas del blues. Era más original, pero conservaba cierto aire de inquietud y desesperanza, tanto en las melodías como en las letras. Yo, sin embargo, me sentía seco, desprovisto de inspiración y de ideas, por lo que mis aportes musicales eran mínimos. Existe mucha competencia para alcanzar la fama y aferrarse a ella, y al igual que a otros músicos de renombre, nos pareció necesario sintonizarnos con alguna fuerza espiritual invisible, anónima, que nos inspirara a producir música realmente cautivante. Fleetwood Mac llegó a ocupar el primer lugar en las encuestas de New Musical Express como la banda más popular del 69, relegando a los Beatles al segundo puesto por primera vez en seis años. Por aquella época, percibí que detrás de todo eso había algo siniestro. Dios existía, pero también rondaba por ahí una fuerza perversa a la cual en aquel momento no se me ocurrió qué otro nombre ponerle que uno inopinadamente simple: el Diablo. Traté de hacer a un lado aquellos pensamientos presumiendo que se trataba de supersticiones o alucinaciones, pero no pude. Estaba desesperado por encontrar a alguien que me lo explicara todo.
El camino A solas una noche en la habitación de un hotel en Suiza, escuché una voz interior que me decía: «¿Crees que Yo resucité?» ¡Sabía que era Jesús, y quedé atónito! Siempre me acompañaba el Nuevo Testamento. Leí entonces los capítulos de los Evangelios que hablaban de la resurrección. Aquella noche tuve un sueño muy gráfico. Transitaba por un camino con el corazón muy cargado y un profundo pesar. Algo dentro de mí me decía que si me daba la vuelta y me encaminaba en la dirección contraria, aquel peso se disiparía. Pero seguía caminando en la misma dirección hasta que finalmente no lo soporté más. Me di la vuelta e inmediatamente me sobrevino la paz. Caminando en la dirección contraria me sentía más ligero. Fiona y Peter venían caminando hacia mí. Pasaron a mi lado y me miraron de reojo, así que les di alcance, toqué a Fiona en el hombro y le dije: —Ven, que ahora iremos en sentido contrario. Me desperté y enseguida capté el significado de aquel sueño: El camino representaba mi vida. Dar la vuelta para emprender la marcha en sentido opuesto significaba dejar la banda para seguir a Jesús. Tal como en el sueño, mi vida desde aquella noche no habría podido tornarse más difícil ni más pesada. Algunos de los libros de espiritualidad que leía no hacían más que confundirme con sutilezas que negaban el poder de Dios y de la oración y la divinidad de Cristo. También indagué sobre muchos de los gurús de la época, pero enseguida me di cuenta de que no eran lo que yo buscaba. Otras personas me decían que la respuesta estaba en la música. Yo escuchaba toda la que salía, pero me dejaba claustrofóbico y deprimido.
Al fin, ¡la respuesta! En enero del 71 volvimos a salir de gira por Estados Unidos. Mi cuerpo estaba en Los Ángeles, pero mi mente y mi corazón andaban en otra parte. Todavía seguían buscando. «Por favor, Dios mío —recé—, tengo que hallar pronto una respuesta». Al día siguiente, al abandonar una librería de Sunset Boulevard con otra pila de libros, se me acercó un hippie de pelo rubio rizado y me preguntó si quería escuchar una canción. Llevaba colgada una guitarra. Como me pareció sincero me detuve a escucharlo. Nos sentamos frente a la librería. Antes que empezara a cantar yo ya sabía que la canción trataría de Jesús. Después me preguntó si quería orar para pedir a Jesús que entrara en mi corazón. Aún no entendía que Jesús entra para quedarse para siempre la primera vez que uno se lo pide. Así que oré con él ahí mismo en la calle. El hippie me invitó a conocer a sus amigos. Ya antes de llegar allí supe que no volvería a tocar con Fleetwood Mac. Sus amigos —un grupo de jóvenes hippies como él, que posteriormente conformarían el movimiento La Familia— me dieron la bienvenida con rostros alegres. Me dio la sensación de que los conocía a todos de antes, de toda la vida. El muchacho a quien conocí primero —que dicho sea de paso, nunca había oído hablar de Fleetwood Mac, y le importaba un comino que yo fuera una estrella del rock— me habló largo rato. Tenía una respuesta de la Biblia para cada una de mis preguntas. —Hemos iniciado una revolución espiritual por Jesús —me dijo—. Hemos obedecido Sus mandamientos de renunciar a todo, seguir Sus pasos y predicar el Evangelio en todo el mundo. Para ello uno tiene que dejar atrás todo lo demás: su familia, sus amigos, su casa y su trabajo. Eso era exactamente lo que esperaba escuchar. Yo sabía desde hacía mucho tiempo que Jesús quería que lo dejara todo para seguirlo. Solo que no sabía cómo. Me uní al grupo en aquel mismo instante. Cuatro días más tarde, el representante de la banda finalmente dio conmigo. —No te preocupes por la gira, el dinero ni la grabación del próximo álbum —me dijo—. Tómate unos cuatro meses de vacaciones con Fiona. Vete a donde quieras. Te pagaremos todos los gastos. Estás emocionalmente turbado. Tómate un tiempo para hacer un análisis racional de esto. Al ver que yo no iba a aceptar sus planteamientos, se puso agresivo. Al final trató de convencerme de que Dios no existía, me gritó toda clase de injurias y salió del edificio como una tromba. Fiona coincidió totalmente con mi decisión, y al poco tiempo ella y nuestros dos hijos se reunieron conmigo en Estados Unidos. En los últimos treinta años, aquel camino nos ha conducido por todo el mundo: Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Brasil, Italia, Grecia, Sri Lanka, las Filipinas y el Japón. ¿Y de la música? Pues he seguido tocando, componiendo, actuando y grabando. Con el paso de los años —y también a raíz de un par de malhadadas aventuras discográficas— he aprendido y sigo aprendiendo que el amor, la inspiración que proviene de Dios y la verdad de Su Palabra resultan esenciales para producir música o cualquier obra de arte realmente bella. Creo que es algo que se echa en falta en las artes hoy en día, y que debería haber más producciones que le reconozcan al Señor la gloria que le corresponde y anuncien Su reino. Por eso estoy tan agradecido de que Dios me haya dado ocasión de valerme de mi talento musical y artístico para comunicar el amor de Dios al mundo. En realidad, durante los últimos 15 años el Señor se ha servido más de mis dotes de dibujante que de mi destreza musical. [En la contratapa se aprecia una muestra de los dibujos de Jeremy]. Por la parte literaria, hace poco el Señor me dio un nuevo talento: la narrativa, género en el cual me he llegado a sentir muy realizado y que me ha proporcionado numerosas alegrías. Jesús dijo: «A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos» (Mateo 9:37). La gente me tomó por loco cuando abandoné Fleetwood Mac. Sin embargo, las recompensas y la satisfacción de vivir por el Señor superan con creces lo que dejé atrás.

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