miércoles, 18 de noviembre de 2009

Hacer las PACES


Tenía apenas 14 años cuando conocí a Gabriel. Él no era mucho mayor y, al igual que yo, pasaba por la difícil etapa de la adolescencia. Nos hicimos amigos y juntos nos divertimos mucho. No recuerdo qué pasó entre nosotros. Hubo palabras duras y lágrimas. La imagen de él, con el pelo empapado bajo la lluvia y las lágrimas que le resbalaban por las mejillas, se quedó para siempre grabada en mi memoria. Quise reparar el daño, pero me faltó valor y no supe cómo hacerlo. La situación me parecía demasiado compleja Nos distanciamos. Transcurrieron los años y no supe mucho de él. Luego, en abril de 1998, amigos mutuos me hicieron saber que estaba en coma. Había sufrido una caída de unos 30 metros cuando escalaba una montaña. El corazón me dio un vuelco. En ese instante supe que jamás lo volvería a ver. Los médicos se esforzaron por salvarle la vida, pero murió al cabo de unas semanas. Después de aquel trágico desenlace, por un tiempo me quedaba despierta de noche, deseando que hubiese podido resolver nuestras diferencias y que hubiésemos seguido siendo amigos. Tenía la certeza de que había perdido toda oportunidad de hacerlo. Me preguntaba si él me había perdonado por el daño que le había causado, si podía observarme desde el Cielo y si comprendía el dolor que azotaba mi alma. Luego, una noche, me vino la respuesta a mi interrogante. No fue nada largo ni complicado; pero era todo lo que me hacía falta para librarme del remordimiento. Escuché claramente una voz en mi interior. Era Gabriel que me decía: «¡Siempre te consideré mi amiga!» En aquel momento supe que todo estaba perdonado. A mi corazón llegó la paz. Entonces me propuse que jamás dejaría transcurrir un solo día sin hacer las paces con aquellos a quienes ofendiera, por si no se me vuelve a presentar la oportunidad de hacerlo. Hoy podría ser mi única oportunidad de demostrar a alguien que es importante para mí, de decirle: «Te quiero», y hacer las paces. Andrea Clay es misionera de La Familia.

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