Virginia Brandt Berg (1886-1968) fue una famosa pastora y predicadora, una de las primeras en Estados Unidos. Fue igualmente una de las precursoras de la evangelización radial con su programa Meditation Moments, que condujo durante 15 años. A continuación reproducimos el texto adaptado de una de sus emisiones. El corazón humano encierra un misterio: de vez en cuando, a todos nos sobreviene una profunda sensación de soledad. Algunas de las personas más solitarias que hay en el mundo viven rodeadas de gente. Sin embargo, andan afligidas por la sensación de que nadie las conoce ni las comprende en su fuero interno. Puede que incluso tengan abundancia de cosas materiales, de todo lo que necesitan para satisfacer sus menesteres. Aun así, se quejan de que se sienten solas. Anhelan dialogar con alguien acerca de sus intereses, encontrar a una persona a quien contar sus problemas y que se compadezca de ellas. Es posible que tengamos un compañero o compañera de toda la vida, que nos ama entrañablemente y a quien nosotros amamos también. Pero también es probable que incluso él o ella jamás nos conozca ni nos comprenda cabalmente. Puede que alcancemos el éxito o logremos grandes cosas y, sin embargo, no tengamos a nadie con quien compartir plenamente la emoción de cruzar finalmente la meta. El más íntimo de nuestros amigos es ajeno a nuestra alegría más suprema y no puede conocer la medida del más profundo de nuestros dolores. Algunas lágrimas siempre las derramamos a solas. Ningún otro ser humano es capaz de penetrar en lo más recóndito de nuestra mente, alma o corazón. «No hay nadie que realmente me entienda y que sienta lo que yo siento.» Ese es nuestro clamor ante situaciones semejantes. Deambulamos solitariamente, cualquiera que sea nuestra suerte o nuestro destino. Cada alma, desconocida hasta por sí misma, debe vivir su vida interior en soledad. Pero, ¿por qué? ¿Por qué cobijamos esa apremiante necesidad de sentirnos comprendidos? ¿Por qué albergamos el intenso anhelo de contarle a alguien nuestras alegrías, triunfos, desdichas y derrotas? ¿Acaso Dios —que nos creó como almas vivientes— cometió un error al concebir Su obra maestra, la raza humana? ¿Dejó algún vacío en nuestra naturaleza? Dispuso los recursos para satisfacer todas las demás necesidades de la vida: pan para el hambre, conocimientos para el intelecto, amor para el corazón. ¿Quiso acaso que el alma quedara sedienta y se frustrara su anhelo de comprensión y fraternidad? ¿Ha desoído el llamado de nuestra soledad? Esos interrogantes tienen respuesta. Ese vacío, esa carencia que sentimos, denota la necesidad que tiene nuestra alma de acercarse a Dios. Él sabía que cuando echáramos en falta la compasión humana, acudiríamos en busca de la misericordia divina. Sabía que ese sentimiento de alienación sería precisamente lo que nos impulsaría hacia Él. Dios nos creó para Sí mismo. Ansía nuestro amor. Por eso colocó un letrerito en nuestro corazón que reza: «Reservado para Mí». Él anhela ocupar el primer lugar en cada corazón y por ese motivo se ha guardado la llave secreta, la llave para abrir todas las recámaras de nuestro ser y bendecir con perfecta paz y armonía cada alma solitaria que acuda a Él. Dios mismo es la respuesta, el cumplimiento. Hasta que llene ese vacío interior, jamás nos sentiremos completamente satisfechos. Nunca nos veremos perfectamente libres de la soledad hasta que Él colme nuestra existencia. El apóstol Pablo escribió: «No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Hebreos 4:15). A Jesús lo conmueven cada una de nuestras inquietudes. Al entrar en nuestra vida, Él se convierte en nuestra satisfacción. La Palabra de Dios dice que Él es «la porción que sacia nuestra alma» (Salmo 107:9; Salmo 73:26). Él satisfará todos los anhelos de tu corazón. Dios, con Su grandeza y omnipotencia, puede llenar toda alma. Nos brinda compañía total y nos ofrece una amistad ideal y perfecta. Quien nos creó es el único capaz de colmar cada aspecto de nuestra vida. No tenemos por qué volver a sentirnos solos. Jesús dijo: «No te dejaré, ni te desampararé», y: «Yo estoy con vosotros todos los días» (Hebreos 13:5; Mateo 28:20). Por eso, cuando te embargue esa soledad, recuerda que se trata de la voz de Jesús, que te dice: «Ven a Mí». Y cada vez que te sobrevenga la sensación de que nadie te entiende, es un llamado Suyo para que vuelvas a acudir a Él. Cuando al trastabillar bajo el peso de una abrumadora carga clamas: «No puedo sobrellevar esto por mi cuenta», dices la verdad. Cristo permitió que fuera tan pesada para que tuvieras que pedirle ayuda. La desazón que nadie comprende lleva implícito un mensaje secreto del Rey, que te ruega que acudas de nuevo a Él. Eso es algo que nunca se puede hacer en exceso. Su presencia satisface el alma que padece soledad, y quienes caminan con Él a diario jamás transitarán por senda solitaria.
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