martes, 10 de noviembre de 2009

El prodigio de la Navidad


Un Niño nos es nacido, Hijo nos es dado, y el principado sobre Su hombro; y se llamará Su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. Isaías 9:6 Jesucristo nació en las más viles circunstancias; pero el aire resonaba con los aleluyas de las huestes celestiales. Se alojó en un establo, mas una estrella trajo de muy lejos a distinguidos visitantes para que le rindieran homenaje. Su nacimiento contradijo las leyes de la vida. Su muerte impugnó las leyes de la muerte. No poseía trigales ni pesquerías, mas dio de comer a 5.000 comensales, y le sobraron pan y pescado. No caminaba sobre mullidas alfombras, pero anduvo sobre las aguas. No obstante, de todos los milagros que obró, ninguno es tan prodigioso e inexplicable como el amor que nos brinda a ti y a mí.
* * * Jesús renunció a Su ciudadanía celestial y, siendo rico, se hizo pobre por amor a nosotros, para que a través de Su pobreza fuésemos enriquecidos. No sólo fue preciso que bajara a la Tierra a mezclarse con nosotros, sino que tuvo que introducirse en el pellejo humano y ser uno de nosotros. No tuvo más remedio que formar parte de la sociedad humana. Llegó como un bebé manso y apacible, débil e indefenso. Además de adaptarse a nuestra forma y figura, adquirió también nuestros hábitos. Era humano. Se cansaba, le daba hambre, se fatigaba. Igual que nosotros, se vio expuesto a todo eso, pero sin cometer pecado. Así lo dispuso el Padre para que pudiera compadecerse de nosotros, saber cómo nos sentimos, comprender cuando tenemos los pies doloridos y estamos agotados, percibir el momento en que ya no aguantamos más. Dios envió a Jesús al mundo y le pidió que se hiciese humano para que nos transmitiera mejor Su amor, se comunicara con nosotros en el plano de nuestro entendimiento y tuviera más misericordia y paciencia con nosotros que el propio Dios. ¡Imagínate! «Él conoce nuestra condición y se acuerda de que somos polvo» (Salmo 103:14), porque Él mismo adoptó esa condición, y sufrió y murió en ella por amor a nosotros. Descendió a nuestra altura para poder elevarnos a la Suya. ¡Qué milagro! Y lo hizo todo por amor a nosotros. David Brandt Berg

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