viernes, 27 de noviembre de 2009

El muchacho a la orilla del río


Robin Mattheson
Era un encuentro de esos que se ven en las películas, en que unos extraños escudriñan los rostros de las personas que se hallan en la recepción de un hotel con la esperanza de captar un destello reconocible en los ojos de alguien. ¡De pronto lo vimos! Su sonrisa era inconfundible. —¡Shao Feng! ¡Después de tanto tiempo! ¡No puedo creer que seas tú! Para entonces, aquella sonrisa que suavizaba sus duras facciones se había extendido de oreja a oreja. Mientras nos dábamos un fuerte apretón de manos, aquel empresario chino bien parecido expresó con entusiasmo: —¡Es un milagro de Dios! ¡No cabe duda! Coincidíamos plenamente con él, pues lo habíamos conocido trece años antes en una de nuestras primeras visitas a la China. En aquella oportunidad no era más que un jovencito lleno de sueños e interrogantes. Entablamos amistad con él a la orilla de un río, cuando inició una conversación con nosotros a fin de practicar sus recién adquiridos conocimientos de inglés. Nos preguntó acerca de nuestra vida en el extranjero, a qué nos dedicábamos y cómo vivíamos. Aprovechamos para hablarle de Jesús. Le contamos brevemente nuestra trayectoria y le explicamos cómo habíamos encontrado la respuesta a muchos de los interrogantes que en algún momento de nuestra existencia nos habían desconcertado. Le explicamos que habíamos hallado un Salvador que nos ama tanto que murió por nosotros, y que algún día nos acogería para siempre en Su Reino. En aquella ribera, mientras se ponía el sol, Shao Feng oró con nosotros para aceptar a Jesús en su corazón. Conversamos largo y tendido aquella noche y buena parte del día siguiente. Hablamos del amor y el odio, del doloroso pasado del mundo y del auspicioso futuro del Cielo. Hablamos de la desdicha y la felicidad. Le dijimos que un día Jesús enjugaría todas nuestras lágrimas. Aquella noche vimos renacer la esperanza en el corazón de aquel joven, y aunque sabíamos que tendríamos que despedirnos pronto de él, no nos cabía duda de que la presencia de Dios permanecería con él para siempre. No lo volvimos a ver hasta hace poco, cuando nos encontramos con él en la entrada del hotel. Le habíamos escrito muchas veces. Le habíamos enviado tarjetas con palabras de aliento y notitas con afectuosos saludos. Curiosamente, no habíamos recibido respuesta. No sabíamos si atribuirlo a la censura de la correspondencia o a algún error en la dirección. El hecho es que finalmente, después de no recibir respuesta a ninguna de nuestras cartas, dejamos de escribirle. Pasaron los años y nos mudamos varias veces. Un buen día nos llegó un grueso sobre tapizado de estampillas por ambos lados y con diversos remites. Al abrirlo nos encontramos con una carta de 10 páginas. Aquel joven entusiasta había madurado y se había convertido en un exitoso empresario. Desde nuestro último encuentro había estudiado, viajado al exterior y experimentado numerosas vicisitudes. Había conocido la felicidad y la tristeza, el amor y la soledad. La China misma había pasado por casi tantas transformaciones como nuestro amigo: la revuelta de Tian'anmen, las reformas económicas y la actual política de apertura al mundo exterior. Shao Feng nos contó que había alcanzado cierto éxito en su trabajo y que su vida no había estado exenta de aventuras. Sin embargo, en lo profundo de su corazón todavía tenía sed de algo más. Después de años de inútiles intentos se había dado cuenta de que solo el amor de Dios podía llenar ese vacío. Nos pedía ayuda para recobrar aquella paz que había sentido, un día ya lejano, a la orilla del río. Habrían de mediar varios años más, en los que intercambiamos correspondencia y llamados telefónicos, antes de volver a encontrarnos cara a cara. Para entonces ya nos habíamos establecido en la China. Buscando entre la gente en la recepción del hotel, nos topamos con aquellos ojos sonrientes y vivaces. Por un momento pensamos que el corazón nos iba a estallar de alegría y dimos gracias al Señor que nos había reunido nuevamente. En un restaurante, mientras nos contábamos los detalles de nuestras andanzas, Shao Feng sacó un paquete arrugado del bolsillo de su chaqueta. Una vez que hubo desdoblado cuidadosamente un ajado papel cuyos pliegues había reforzado minuciosamente con cinta transparente, reconocimos un afiche con las esquinas maltrechas que proclamaba: «Lo que todos necesitan es amor». —Todos estos años, cuando me sentía abatido, leía esto y pensaba en ustedes. Me daba paz. Lo llevo conmigo adondequiera que voy. También sacó del sobre todas las cartas y notas que le habíamos escrito y nos refirió lo mucho que había significado cada una de ellas para él. Actualmente, Shao Feng estudia la Palabra de Dios para compenetrarse más con el Hombre al que conoció de jovencito en la ribera del río. El alma hambrienta será saciada; y todo el que busca, halla (Lucas 1:53; Mateo 7:8). Dondequiera que dirigimos la mirada vemos jóvenes que nos recuerdan a aquel muchacho que conocimos junto al río hace muchos años. Ellos también anhelan tener esperanza, conocer la verdad y descubrir el sentido de la vida. Ese Hombre que vivió y murió por amor ansía formar parte de su existencia. Oramos que muchos lleguen a conocerlo por intermedio de nosotros.

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