martes, 17 de noviembre de 2009

El directivo inteligente


Un buen directivo no se dedica a mandar, sino a servir. Jesús no solo se proponía enseñar humildad a Sus discípulos cuando los amonestó diciendo: «El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo» (Mateo 20:26). Un buen directivo sencillamente no puede darse el lujo de ser un dictador. Debe escuchar a sus colaboradores. Cuando los altos mandos ni siquiera se comunican con sus subalternos, se abre una brecha: lógicamente no van a entender los problemas de los que trabajan a sus órdenes. Y ésa es la fórmula del fracaso. A cualquier nivel, un directivo debe escuchar a sus subordinados. Si bien la responsabilidad de tomar las decisiones finales recae sobre sus hombros, el hecho de ocupar ese cargo no significa que él sea el único al que se le ocurren ideas, el único que piensa, y que no deba consultar con nadie. Un buen administrador escucha a su gente. Toda buena secretaria sabe más de los asuntos de su jefe que él mismo, y ese es su deber. Él no tiene por qué ocuparse de todos los detallitos, pero alguien tiene que hacerse cargo de ellos. Un buen jefe comprende que su secretaria está más al tanto de la importancia y urgencia de cada trabajo, por lo que respeta sus opiniones y generalmente sigue sus recomendaciones. En lo que se refiere a planes, objetivos, motivación y otros aspectos generales del trabajo, el dirigente debe ser una persona capaz; de lo contrario no debería dirigir. Pero en cuanto a los asuntos prácticos, debe escuchar a sus colaboradores, pues probablemente sepan más que él. Un buen directivo escucha las recomendaciones de sus ayudantes, las debate con ellos, procura llegar a un consenso sobre el curso que se debe seguir y les da libertad para que ellos hagan el trabajo. Luego simplemente verifica de vez en cuando que produzcan y que no vayan a cometer equivocaciones graves. Esa es en realidad la función del dirigente: simplemente mantener las cosas en marcha. Debe dejar que sus dependientes propongan la labor, la inicien y, naturalmente, la lleven a cabo. Todo rey se rodea de un grupo importante de consejeros que le dicen qué hacer. ¿Sabías que hasta Dios hace eso? Él convoca a Sus altos asesores, espíritus y ángeles y les pregunta: «¿Qué creen ustedes que debemos hacer con respecto a esto?» Escucha sus recomendaciones y luego decide sabiamente quién tiene razón. Si no te lo crees, lee 1 Reyes 22:19-22 y Job 1:6-12. Y no olvidemos que además de escuchar a Sus consejeros, espíritus y ángeles, Dios también nos escucha a nosotros y hace lo que le pedimos. Si ni aun el propio Dios prescinde de nuestras opiniones, ¿quiénes somos nosotros para pretender tomar todas las decisiones, tener todas las ideas, dar todas las órdenes y además llevarlas a cabo? Un dirigente no puede proceder por su cuenta. El querer organizarlo todo y decirle a todo el mundo lo que debe hacer es típico de un novato, de un joven inexperto que acaba de asumir el cargo. Nunca se ha desempeñado en ese puesto y no sabe qué hacer ni cómo. Por eso se sienta en el trono fingiendo que sí sabe y se pone a promulgar edictos. Un rey, un ejecutivo o un dirigente que se conduce así es un insensato. Un rey inteligente y sagaz, cuando quiere que algo se lleve a cabo, convoca a sus consejeros y los escucha. Luego decide qué recomendaciones considera mejores. ¿A quién le encarga, entonces, que cumpla esa tarea? ¿A uno de los que tenía una idea distinta? ¡Claro que no! Le encarga el trabajo al que aportó la idea. Todo directivo inteligente aprovecha los recursos ocultos de su gente como si operara una bomba extractora. No pretende ser la bomba, ni la palanca, ni el agua, ni el balde. No es más que la mano guía que toma la palanca y bombea. Lo único que hace es mantener la bomba en funcionamiento. Un directivo eficaz procura tener contento a todo el mundo, porque todos tienen derecho a ser felices y a hacer el trabajo que les gusta, con tal de que sean competentes para ello. Si un equipo de trabajo quiere funcionar con eficacia, cada componente del mismo debe cooperar con los demás, no sólo con uno de ellos, ni con unos cuantos, ni con la mayoría, sino con todos. Todos deben aprender a trabajar juntos, a escucharse mutuamente, a deliberar juntos, a llegar a acuerdos y decidir las cosas entre todos, y luego concretar los proyectos con la ayuda de todos. Lo mismo sucede con el cuerpo humano: no consideramos que podamos prescindir siquiera del miembro más pequeño. Uno necesita hasta de la última uña, de cada célula, así como de cada órgano y de cada miembro (1 Corintios 12:14-17). Todos los miembros son necesarios e importantes, desde el más bajo hasta el más grande, desde el más insignificante hasta el que parece ser más importante. Cada cual cumple su misión, todos son necesarios y todos deben trabajar en unidad, armonía y cooperación. Hay que dialogar, deliberar con otras personas, consultar con ellas, buscar consensos y decidir las cosas entre todos, hacerlas juntos, producir juntos, repartir la carga, crecer y trabajar juntos y disfrutar juntos de los frutos del trabajo. No hay otro modo de ser un directivo inteligente y eficaz.

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