miércoles, 18 de noviembre de 2009

El día que vi a Jesús


Vivíamos en una casa de adobe situada en un monte desde el que se domina Belén. Tenía cuatro hermanos mayores, y toda la familia se dedicaba al pastoreo. Éramos pobres, y los impuestos que nos cobraban los romanos nos hacían la vida aún más difícil. Pero pese a las privaciones, nunca perdimos la fe en el único Dios verdadero ni en Su promesa de la venida del Mesías. Un día nos sobrevino una desgracia: estalló un incendió en la casa. A la sazón yo tenía siete años. Como mi padre y mis hermanos habían llevado las ovejas a pastar, mi madre y yo no conseguimos evitar que el fuego se extendiera rápidamente. Salí corriendo de la casa, pero una puerta en llamas se me cayó encima. Mi madre logró sacarme, pero se me quemó gravemente el rostro y perdí la vista. A la larga, las quemaduras sanaron, pero seguí ciego. Me sentía impotente e inútil. Me quedaba horas sentado, mirando en la oscuridad sin ver nada y preguntándole a Dios por qué había permitido que me ocurriera aquello. Mi madre trataba de animarme buscándome pequeñas tareas que pudiera realizar, y a veces mis hermanos me llevaban a los pastos con ellos. Por alguna razón, allí me sentía más cerca de Dios. Jugaba a que Él era el pastor y yo una de Sus ovejas a la que había que llevar de acá para allá. Cinco años después del accidente, me sucedió algo increíble. Estábamos en el sitio que más me gustaba, cuando empezó a ponerse el sol. Mis hermanos me describieron la vista. Me hablaron de cada color y de cada nube, me contaron cómo giraban y se arremolinaban armoniosamente produciendo haces iridiscentes que cruzaban el cielo. Tras el ocaso, la noche cubrió la tierra igual que me cubrían a mí las tinieblas. Una vez que las ovejas se hubieron recostado, antes de dormirnos nosotros, de golpe nos iluminó una luz brillante. Era tan resplandeciente que la percibía en la piel. —¿Qué es? —pregunté. —No lo sabemos —respondieron mis hermanos. Por el tono de su voz me di cuenta de que estaban asustados. Entonces escuchamos una voz bellísima, una voz que parecía emanar paz. «No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo —solamente un ángel es capaz de hablar así—: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre». Enseguida todos ahogaron un grito cuando un estallido de luz, aún más intenso que el primero, llenó la noche; y oímos a las huestes celestiales que alababan a Dios: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la Tierra paz a los hombres de buena voluntad!» ¡Fue magnífico! Sus voces resonaban con la gloria y el poder de Dios. Después, tan repentinamente como habían aparecido, se desvanecieron. Pasaron varios minutos sin que nadie pudiera emitir palabra. Mi padre rompió el silencio. —Ha nacido nuestro Salvador, y Dios consideró oportuno anunciarnos la buena nueva. ¡Vengan! Vayamos a Belén a ver al bebé del que nos hablaron los ángeles. Amós dijo que se quedaría con las ovejas. De todos modos era su turno. —¿Puede quedarse contigo? —le preguntó mi padre. Yo sabía que se refería a mí. El ruido de sus pasos se fue perdiendo después que ,pasaron la primera curva del sendero. Amós y yo nos acercamos más al fuego. —Descríbeme otra vez a los ángeles, Amós. Mis pensamientos se sucedían vertiginosamente. Nuestro pueblo había esperado tantos años la venida del Mesías. ¡Cómo me hubiera gustado acompañarlos! Pero ¿de qué habría servido? Me lamenté de que nunca vería al Salvador. A la mañana siguiente, cuando el sol me despertó con sus caricias, el mismo pesar me embargaba el corazón. Entonces escuché voces entusiastas procedentes del sendero, gritos de alabanza. Alguien me llamó. —¿Lo vieron? ¿Vieron al Salvador? —¡Sí! —gritaron todos al unísono. —Lo encontramos tal como nos dijo el ángel —afirmó mi padre—. No era más que un establo, y ni siquiera mejor que el nuestro; pero se percibía una presencia, algo asombroso. Sin duda era el Espíritu del Dios viviente. Nos quedamos tan maravillados y fue tal el gozo que sentimos que nos postramos y lo adoramos. —Se llama Jesús —dijo mi hermano mayor—. Fue exactamente como lo describió papá. Nunca me había sentido así. Aunque no podía ver el rostro feliz de mi hermano, por el tono de su voz me daba cuenta de que había cambiado. Al emprender el regreso a casa, el nombre no dejaba de darme vueltas en la cabeza. Jesús. Jesús. Jesús. Pasaron los años, pero nunca olvidé aquella noche ni aquel nombre. Mi padre murió cuando yo tenía 20 años. Todos mis hermanos se casaron, y dos de ellos se mudaron a otra parte en busca de mejores trabajos. Los otros dos todavía cuidaban de las ovejas. Yo ayudaba a mi madre en el huerto. Al cabo de unos años llegaron de Galilea novedades emocionantes. Un flamante profeta hablaba del reino de Dios. Las multitudes lo seguían. Su nombre era Jesús. ¿Acaso era el mismo Jesús, aquel del que los ángeles nos habían hablado 30 años antes? Tenía unas ganas tremendas de que fuera Él, y me moría por conocerlo. Varios meses después, un día, estando en Belén con mi madre, oí gritos, y mucha gente pasó corriendo a mi lado. Se estaba reuniendo una gran multitud al final de la calle. —¿Qué es? —pregunté—. ¿Qué pasa? —¡Quítate del camino, ciego! —me dijo una voz igual de rústica que las manos que me empujaron contra el muro—. Viene el profeta, Jesús de Nazaret. ¿Sería Él de verdad? —¡Jesús! ¡Jesús! Mis gritos se ahogaban entre el bullicio de la muchedumbre. —¡JESÚS! ¡JESÚS! —grité más fuerte. De pronto todos dejaron de gritar y de empujar. ¿Qué sucedía? —¡JESÚS! —grité una vez más en mi desesperación. La voz que me respondió venía de delante mismo de mí, una voz vibrante de amor y compasión. —¿Sí? ¿Qué quieres que haga por ti? —¡Señor! —dije mientras alzaba la cabeza atónito—. Deseo que me sanes los ojos para recobrar la vista. Me sobrevino una sensación increíble por todo el cuerpo cuando Jesús me cubrió los ojos con las manos y rogó a Su Padre celestial. —Sean sanos. Ya antes de abrir los ojos sabía que me había curado. Me invadió un hermoso sentimiento de paz y amor. Todo el pesar, la desesperanza y los temores de largos años se evaporaron en aquel instante. Caí de rodillas ante Él y alcé la vista para contemplar el rostro de mi Señor y Salvador. John Roys es misionero de La Familia en Indonesia.

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