viernes, 20 de noviembre de 2009

El cielo está lleno de pecadores


JESÚS ENSEÑÓ MUCHAS COSAS en parábolas. Una de las más breves y a la vez más profundas de todas fue la parábola del fariseo y el publicano. La Biblia nos relata que Jesús «dijo esta parábola a unos que confiaban en sí mismos, teniéndose por justos, y despreciaban a los demás» (Lucas 18:9). Los fariseos constituían la más influyente de todas las sectas religiosas judaicas de la época de Cristo. La palabra fariseo significa textualmente los separados, lo cual da a entender la naturaleza de sus creencias. Eran legalistas, y se comprometían a obedecer y observar la infinidad de reglas restrictivas, tradiciones y leyes ceremoniales del judaísmo ortodoxo. Se consideraban los únicos seguidores auténticos de las leyes divinas, por lo que se creían mucho mejores y más santos que ninguna otra persona. De ahí que no solo se separaran de los no judíos —a quienes trataban con perfecto desdén y consideraban perros—, sino que inclusive se pusieran por encima de sus propios hermanos judíos. Los publicanos, por otra parte, eran recaudadores de impuestos para las fuerzas de ocupación que regían Palestina: la Roma imperial. Los romanos indicaban a los publicanos las sumas que debían cobrar al pueblo por concepto de impuestos, y estos podían recaudar lo que quisieran por encima de esa cantidad para engrosar sus propios ingresos. Solían ser, pues, extorsionistas, lo que les acarreaba el desprecio de sus compatriotas y que se los considerara traidores. Al comparar en esta parábola a un fariseo y un publicano, Jesús eligió a las dos figuras más diametralmente opuestas de la sociedad judía. Al uno se le tenía como el mejor, el más justo, el más religioso, el más santo y el más piadoso de todos los hombres. ¡Mientras que el otro era visto como el peor, el mayor canalla que pudiera existir!La parábola: Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo y el otro, recaudador de impuestos [publicano]. El fariseo se puso a orar consigo mismo: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como otros hombres —ladrones, malhechores, adúlteros— ni mucho menos como ese recaudador de impuestos. Ayuno dos veces a la semana y doy la décima parte de todo lo que recibo». En cambio, el recaudador de impuestos, que se había quedado a cierta distancia, ni siquiera se atrevía a alzar la vista al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!» Les digo que éste, y no aquél, volvió a su casa justificado ante Dios. Pues todo el que a sí mismo se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. (Lucas 18:10-14, NVI).Según Jesús, ¿cuál de estos hombres quedó justificado delante de Dios? ¿El fariseo que aparentaba ser muy justo y santo, y que innegablemente se creía recto y bueno? ¿O el cobrador de impuestos, el pecador, al que otros desdeñaban y que, según se desprende del relato, hasta se desdeñaba a sí mismo? El cobrador de impuestos, quien sabía que no podía presumir de bondad alguna que necesitaba de la misericordia y perdón a Dios. El modo en que Dios ve las cosas suele ser muy distinto del nuestro. Él dice: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos Mis caminos. Como son más altos los cielos que la tierra, así son Mis caminos más altos que vuestros caminos, y Mis pensamientos más que vuestros pensamientos» (Isaías 55:8,9). Si bien los pecados del publicano eran muchos —nadie lo duda—, dice Jesús que, porque confesó y reconoció con humildad y sinceridad el hecho de que era pecador y que precisaba la ayuda de Dios, aquel día abandonó el templo justificado. A los ojos de Dios, el orgullo del que se cree bueno en su propia opinión, como aquel fariseo —esa actitud hipócrita y beata que lleva a algunos a despreciar y a tener en menos a los demás por considerarlos no tan buenos como ellos—, es el peor de los pecados. Las personas así con frecuencia resultan intratables, porque son cerradas, intolerantes, criticonas y prejuiciadas. Los Evangelios nos cuentan que cuando los fariseos vieron a Jesús sentado a la mesa comiendo con publicanos y pecadores, se enardecieron y lo acusaron ante Sus discípulos. Al enterarse, el Señor les respondió: «Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id y aprended lo que significa: "Misericordia quiero, y no sacrificio", porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento» (Mateo 9:10-13). Explicado de otro modo, Jesús les quiso decir: «Preferiría que más bien tuvieran amor y misericordia, en lugar de limitarse a guardar la Ley. Preferiría que manifestasen amor a los demás en vez de ser tan farisaicos y criticones». Ninguno de nosotros tiene ni una pizca de bondad propia; si algo de bueno hay en nosotros se debe exclusivamente al Señor y Su bondad. Su Palabra dice: «Todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23). El propio San Pablo admitió que no había nada de bueno en él (Romanos 7:18). Jesús se encolerizó tanto al ver la conducta hipócrita y santurrona de los fariseos, que los catalogó de peores que los borrachos y las prostitutas, que los publicanos y los pecadores a quienes ellos desdeñaban. No se detuvo ahí: añadió que dichos pecadores tenían más posibilidades de llegar al Cielo que los fariseos (Mateo 21:31). Hasta llegó a decir a Sus propios discípulos: «A menos que su justicia supere a la de los fariseos y de los maestros de la ley, de ninguna manera entrarán en el Reino de los Cielos» (Mateo 5:20, NVI). La única forma de ser mejores que ellos es revestirnos de la justicia de Cristo —la salvación que obtenemos al aceptar Su perdón de nuestros pecados—, porque los fariseos eran de los más rectos que pudiera haber en el plano natural. Tanto detestaba Jesús la hipocresía de los fariseos que los denunció públicamente: «¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas! Limpian el exterior del vaso y del plato, pero por dentro están llenos de robo y de desenfreno. ¡Fariseo ciego! Limpia primero por dentro el vaso y el plato, y así quedará limpio también por fuera. ¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas!, que son como sepulcros blanqueados. Por fuera lucen hermosos pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre. Así también ustedes, por fuera dan la impresión de ser justos pero por dentro están llenos de hipocresía y de maldad» (Mateo 23:25-28, NVI). Lo que hacía tan hipócritas y santurrones a los fariseos era su soberbia. Eran demasiado orgullosos para confesarse pecadores como todos los demás. Es más, no solo eran incapaces de confesar sus pecados, sino que ni siquiera los veían, por lo que resultaban ser «ciegos guías de ciegos» (Mateo 15:14). Es un gran alivio admitir llanamente que por nosotros mismos somos incapaces de ser buenos o justos. Al fin y al cabo, Dios ha dicho en Su Palabra que nadie es bueno: «No hay justo, ni aun uno» (Romanos 3:10). «Por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes, sino que es el regalo de Dios, no por obras, para que nadie se jacte» (Efesios 2:8,9, NVI). A los ojos de Dios, las peores personas son las que simulan ser buenas y tienen en menos a los demás. Nos conviene más ser sinceros y confesar: «No soy bueno. Soy pecador, y por supuesto que cometo errores. Si algo tengo de bueno es gracias a Jesús». Dios no ve como personas buenas a los perfeccionistas que se creen inmaculados, sino a los pobres pecadores, humildes y desesperados, que saben que necesitan a Dios. A esos vino a salvar. Para Dios la virtud consiste en depender de Él, como el pecador que sabe que necesita a Dios y que confía en que Él lo salvará; no como el fariseo hipócrita y santurrón, convencido de que puede triunfar por sus propios esfuerzos y salvarse a base de su propia bondad. El concepto divino de la santidad es el del pecador salvado por gracia, desprovisto de toda perfección y de toda justicia propia, que depende totalmente de la gracia, el amor y la misericordia de Dios. Aunque parezca mentira, esos son los únicos santos que existen. No podemos salvarnos merced a nuestras buenas obras, nuestra propia rectitud o nuestros esfuerzos por acatar las leyes de Dios y amarlo. Ni siquiera empeñándonos en descubrir Su verdad y seguirla. No podemos salvarnos por muy bien que nos portemos. No hay nada que podamos hacer para obtener la salvación. Solo nos resta recibirla por fe. ¡Nada más! Es preciso que reconozcamos humildemente que no la merecemos, que somos pecadores sin remedio y que no hay modo en que podamos alcanzarla, salvo por la gracia de Dios. El pecador más redomado puede llegar al Cielo gracias a la fe y al perdón de Dios. A la vez, la persona más íntegra puede irse al Infierno a causa de su incredulidad y negativa a confesar que necesita a Dios. El Cielo está lleno de pecadores salvos por gracia mediante la fe. E

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