martes, 24 de noviembre de 2009

Di y nunca me arrepentí


Me avergüenza admitirlo, pero cuando era empresario y estaba en la vanguardia de los negocios —ahora ya tengo 80 años y estoy jubilado— creía que el dinero era lo único que importaba. Cuando mi esposa se quejaba de que en nuestro matrimonio faltaba amor, yo le contestaba gruñendo que el amor no pone comida en la mesa. La creencia de que lo material lo es todo en la vida me impedía creer en Dios y en los milagros. Esa percepción fue cambiando gradualmente después que me inicié en la lectura de la Biblia. Los estudios bíblicos con integrantes de La Familia Internacional me instruyeron sobre el modelo económico de Dios, basado en el amor y en compartir los bienes materiales, criterio que contrastaba con la filosofía materialista que hasta entonces había regido mis actos. Además descubrí que actualmente vivimos en los Tiempos del Fin y que la economía internacional está al borde del colapso. Todo ello tuvo un efecto transformador en mi vida, y pasé a dar mucha menos importancia a los bienes materiales. Les contaré el caso de uno de esos bienes, un condominio de mi propiedad. Corría el año 1985, y la economía del Japón estaba en su apogeo. Mi esposa y yo habíamos empezado a apoyar económicamente la labor voluntaria de la Familia: acabábamos de efectuar nuestro primer donativo importante. Si bien no hicimos el aporte esperando algo a cambio, yo tenía curiosidad por saber si la promesa de Cristo —«Dad, y se os dará»— podía tomarse al pie de la letra. Escasamente una semana después, mi compañía vendió una propiedad que desde hacía años había sido un lastre. De todos modos, no acababa de convencerme de que aquel negocio hubiese sido una recompensa de Dios por haber colaborado con Su obra. Quizá se trataba de una simple casualidad. Entonces una segunda bendición empezó a tomar forma, relacionada con un condominio que por aquella época íbamos a edificar. Mi banco me presentó a un contratista inmobiliario al que le encargué la elaboración de los planos. Aquel hombre, deseoso de emprender el negocio, solicitó un permiso de construcción antes que yo aprobara el diseño; pero resulta que no lo aprobé. Encontré el proyecto falto de originalidad. No pudiendo llegar a un acuerdo con él, le encargué la ejecución de las obras a otro contratista. Con el banco actuando de intermediario, finalmente acordamos que el condominio sería una obra conjunta de los dos contratistas. El problema se solucionó, aunque con un retraso de tres meses. Al principio del proyecto, se determinó que yo tendría que pagar 100 millones de yenes —aproximadamente 1 millón de dólares— al fondo de urbanización de la ciudad. Sin embargo, en un período de desorden y desbarajuste, la normativa municipal con respecto al fondo de urbanización cambió. Según el nuevo código, solamente debían pagar el tributo los nuevos condominios de más de 40 habitaciones. Como el mío solamente tenía 37, quedaba exento del pago de los 100 millones de yenes. Pero el cuento no termina ahí. Al poco tiempo me enteré de que a partir de abril el gobierno aumentaría ostensiblemente el gravamen sobre la edificación de condominios. Me reproché interiormente mi demora en emprender la obra. Así y todo, la precipitación del primer contratista en solicitar el permiso de edificación redundó en mi favor cuando obtuve la aprobación para el mismo en marzo. De haber hecho las gestiones un poco más tarde, la imposición habría sido muchísimo más alta. En ambas situaciones, el Señor me había bendecido. En retrospectiva, me doy cuenta de que esas intervenciones divinas obedecieron a que mi esposa y yo estábamos haciendo lo posible por respaldar la obra de Dios. Al cabo de cuatro o cinco años me invadió cierta inquietud sobre el hecho de seguir administrando el condominio, así que resolví venderlo por lo que parecía un precio bajo. No obstante, dado que todo eso ocurrió durante la llamada burbuja económica, todavía me produjo buenas utilidades, incrementó mis fondos de jubilación y aceleró mi retirada del mundo de los negocios. Por otra parte, al cabo de un par de años la burbuja estalló. Lo había vendido todo en el momento preciso. Esta sucesión de acontecimientos me enseñó a reconocer la presencia de Dios en mi vida. Paralelamente, me di cuenta de que el Señor sin duda nos guía y nos bendice cuando trabajamos en sociedad con Él. La Biblia promete que Dios nos compensará todo lo que demos para Su obra. Lo que nunca llegué a imaginarme es que la compensación sería tan generosa, así en lo económico como en lo espiritual. Todo como consecuencia de haber dado un poco primero, luego un poco más, y así sucesivamente. Al volver la vista atrás, no dejo de maravillarme y de sentir una enorme gratitud.
Masataro Narita es miembro de La Familia Internacional en el Japón.

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