domingo, 29 de noviembre de 2009

Descubrir la navidad




Me crié en la Rumania comunista, donde la religión estaba prohibida. Por eso, descubrir la Navidad no fue fácil para mí. Cuando llegué a la edad escolar, mis familiares me advirtieron que nunca empleara la palabra Navidad en el colegio ni ante desconocidos. Solo la pronunciábamos en casa, porque algunos de mis parientes eran personas de edad que se habían criado antes que entrara en vigor la prohibición y todavía celebraban la festividad en secreto. Con todos los demás, el pino era simplemente el árbol de Año Nuevo, y se aludía a las fechas como las fiestas de invierno. Por lo general, a los niños no nos hacían regalos en la época navideña, y cuando nos los hacían, no se mencionaba la Navidad. Tenía pocos años cuando conseguimos nuestro primer árbol de Pascua. Traía velitas de verdad sujetas a las ramas, y si me portaba bien mi premio era ver las velas encendidas por unos minutos. Recuerdo mirar pocos años después el solitario icono ortodoxo de nuestra casa a través de las ramas del árbol navideño y preguntarme qué relación había entre lo uno y lo otro. «¿A quién representa esa imagen? ¿Por qué tenemos un cuadro de una persona que no conocemos?» También recuerdo la primera Navidad que celebré fuera de la ciudad en compañía de otros familiares. Allí la gente era un poco más libre, y escuchábamos las rondallas que entonaban villancicos. Era hermoso y fascinante, pero no tenía mucho sentido para mí. Siendo ya casi adulta, se vino abajo el régimen comunista. Fue entonces cuando acepté a Jesús como mi Salvador y tuve ocasión de aprender más sobre la Navidad y otras verdades de la Biblia. Varios años después decidí consagrarme a labores voluntarias de evangelización y celebré por primera vez la Navidad con un profundo sentido cristiano: dando gracias a Dios por enviarnos a Jesús y transmitiendo el mensaje de Su amor. ¡Fue una dicha! Luego me casé y fui madre. En cuanto llegaba el invierno, el apartamento resonaba con música navideña, y no quedaba rincón sin adornar; así y todo, en mi rostro siempre llevaba rastros de lágrimas. Era feliz —no lo niego—, pero también se me partía el alma pensando que Dios tuvo que sacrificar a Su único hijo, Jesús. Lo que pasaba era que, desde que era madre, se me hacía impensable que alguna vez me viera obligada a entregar a mi querido Emanuel a otra persona. Me decía: «No me importaría dar la vida un día por alguien; pero ¡jamás sacrificaría la vida de mi hijo!» Me angustiaba al pensar que Dios Padre tuvo que despedirse de Su único Hijo con pleno conocimiento de la suerte que iba a correr. Me alegraba que Él hubiera tomado esa decisión, y se la agradecía; pero al mismo tiempo me entristecía. Aunque nunca faltaba la alegría perenne de la Navidad, no ignoraba la magnitud del sacrificio que había hecho Dios por nosotros.Cada Navidad sigo derramando algunas lágrimas al evocar el dolor con que se pagó nuestra felicidad. En todo caso, la dicha supera con mucho la tristeza. Y así es como debe ser. ¡Fue un pago que Dios hizo gustoso por amor a nosotros! Priscila Lipciuc es voluntaria de La Familia Internacional en Rumania.

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