jueves, 19 de noviembre de 2009

Alas de gratitud


A veces nos enredamos tanto en las pequeñas dificultades de cada día y andamos tan obsesionados por lo que nos fastidia que no apreciamos como es debido los grandes beneficios con que Dios nos colma. Eso me pasó una calurosa mañana de verano. Mi hermana mayor iba a retomar su trabajo en unos días, el colegio empezaría pronto, y yo estaba muy atareada con la casa y el cuidado de mis siete hermanos menores, eso aparte de mis actividades como voluntaria. Mis amigos estaban casi todos lejos, no disponía de mucho tiempo libre ni de muchos ratos de esparcimiento, y todo eso me tenía abatida. «No creo que haya nadie de mi edad en peor situación», me dije para mis adentros al sentarme frente a la computadora para hacer mi repaso semanal de la actualidad internacional. Enseguida aparecieron frente a mis ojos testimonios de experiencias horrorosas, de pobreza y opresión. Siempre me han afectado esas noticias, y ruego fervientemente por los inocentes que sufren. Pero ese día un artículo me llamó la atención de una forma muy diferente. Decía: «Huía con mis hijos cuando empezó un tiroteo. Íbamos corriendo, pero en ese momento se produjo una terrible explosión; cuerpos y ropas saltaron por todas partes. Llamé a gritos a mis hijos, pero era tarde. Mis cuatro florecillas habían desaparecido con la humareda». La siguiente nota decía: «La vida es una lucha penosa por la supervivencia. A mi hermanita la mataron cuando paseaba en bicicleta cerca de nuestra casa. La muerte se cierne constantemente sobre nosotros. Cada día podría ser el último. Mi madre se pasa el día llorando». No pude seguir leyendo. De golpe, pese a todas mis dificultades y problemas, la vida me pareció maravillosa. Mi familia es un tesoro; mi trabajo, un placer. Estoy sana y fuerte. Despierto cada mañana con ropa que ponerme, comida sobre la mesa y un techo que me resguarda. Mis padres me quieren y me apoyan, y tengo alegría y fe como consecuencia de haber recibido una sólida formación cristiana. En un instante, todas esas otras cosas que consideraba tan importantes pasaron a un segundo plano. Dios me ha bendecido con los mayores regalos posibles: amor y paz. Se me abrieron los ojos, y comprendí que me bastaba con eso. Desde aquel día mi vida ha sido mucho más fácil. Aunque las circunstancias no han variado mucho, la que cambió fui yo. Descubrí que puedo sobrellevar cualquier prueba remontándome en las alas de la gratitud. (Elisabeth Sichrovsky tiene 15 años y es voluntaria de La Familia en Taiwán.)

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